Juan 3,14-21
Las palabras de Jesús que escuchamos son la conclusión de un dialogo que el Maestro tiene con un fariseo importarte llamado Nicodemo. Este diálogo o, mejor dicho, este debate, tiene lugar inmediatamente después del gesto profético de Jesús en el Templo. Han llegado los tiempos mesiánicos, ya no es necesario el sistema religioso encarnado en el templo de Jerusalén, pues formamos el Cuerpo de Jesús. Si aquí tiene su lugar la discusión con Nicodemo evidentemente, tratará entonces sobre la novedad que tienen los nuevos tiempos, los tiempos del Señor Vivo y Resucitado.
Después de la discusión con Nicodemo, Jesús se retira y aparece nuevamente el Bautista, para declarar que él no es el Mesías, y que se alegra de la llegada del Esposo, a quien pertenece la esposa. La escena recuerda las bodas de Caná, en la que Jesús es entrevisto como el Esposo, cuya esposa es la comunidad de sus seguidores, su pueblo, la Iglesia. Después vendrá la escena con la samaritana, donde veremos al ser humano cuando está sediento del amor de Dios.
La escena completa comienza en 2,23, desde que el narrador nos dice que Jesús, tras la expulsión de los vendedores del Templo, permaneció en Jerusalén, para la fiesta de la Pascua, y que muchos creyeron en su nombre al ver los signos que hacía, pero que Jesús no confiaba en ellos, porque conocía su interior. Uno de tales hombres es Nicodemo. La desconfianza que Jesús siente por él, abonada además por el hecho de que Nicodemo lo busca de noche, a escondidas, hacen que el diálogo sea más bien una irónica reprimenda de Jesús al fariseo indeciso y cobarde.
Hay que nacer de lo alto para entrar en el Reino de los Cielos, dijo Jesús a Nicodemo. Cómo es posible, pregunto Nicodemo a Jesús. Por medio del agua y del Espíritu, le contestó. Nuevamente quiso Nicodemo saber cómo era eso posible. ¿Eres maestro y no lo sabes?, le reprochó Jesús. Y también le reprochó que no creyera en su testimonio. Aquí tienen lugar las palabras que hoy escuchamos: Que así como Moisés levantó una serpiente de bronce en el desierto, así tiene que ser levantado el hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Que tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que el que crea en él no perezca. Y que se condena el que no cree porque rechaza la luz. La novedad, pues, de los tiempos mesiánicos está en la contemplación del amor de Dios, manifestado plenamente en su Hijo en la generosidad de la entrega de su vida, hasta el extremo de ser levantado en la cruz.
Pobre Nicodemo, tan lleno de años y tan vacío de vida. Hoy hay mucha gente que sigue teniendo las mismas actitudes que Nicodemo. Sigue habiendo gente que ve a Dios más con temor que con cariño; con más miedo en la condenación que con la gozosa esperanza de la salvación. Hay gente que dice que cree en Dios y luego da una larga serie de atenuantes, como si la fe fuera causa de deshonra, ¿en qué Dios creerán, que les da vergüenza confesarlo? “Creo en Dios, pero no en la Iglesia”, “creo en algo, en el bien, en el más allá, pero nada más”, “creo, pero no soy fanático”… y un largo etcétera que, creo, en el fondo no son sino modernas maneras de acercarse a Jesús al estilo de Nicodemo: a escondidas, con miedos y vacilaciones, gente que no acaba de creer en el amor, gente que se resiste a abrirse a la novedad alegre y desafiante del Reino. Lo peor es que suele ser gente necia, gente dura que no sabe reír ni llorar.
Tampoco creo en el chantaje aquel de que Dios se avergonzará de quien se avergüence de Él, entonces tendría razón Nicodemo. Lo cierto, creo yo, es que el amor no se esconde pero tampoco chantajea; el amor no puede disimularse, es vida, es contagioso, es festivo y celebrable; no busca censurar, sino comprender; no quiere expulsar, sino acoger. Por eso no creo en el Dios de la gente que se no siente “hijo del pueblo” ni hermano de nadie, como tampoco creo en la fe de la gente que tiene miedo a Dios y cree en un cielo restringido VIP y en el infierno como enorme tiradero de vidas humanas en las que fracasó el plan de Dios; es gente que no se atreve a contemplar el amor en su plenitud, en toda su fuerza y en toda su impotencia. Porque el amor no es una ingenua mica color rosa. Tampoco puedo creer en el Dios de la gente que se excusa de lo que cree, ni en el Dios de la gente que tiene que pregonar lo que cree porque su vida no lo manifiesta.
Creo en Jesús y en el amor de su Padre. Creo en el amor fiel, gratuito e incondicional del que Jesús habla, porque Él ha venido a nosotros desde el corazón del Padre. Creo que es posible renacer una y otra vez desde el amor. Y creo que Jesús reconoció este amor habitando en José, y supo de qué estaba hecho su corazón, porque supo lo que había en el hombre que trabajaba y sudaba la jornada entera, pero que se daba el tiempo para escuchar a su niño, jugar y reír con él. Se ganó su confianza, no su miedo. Por eso José es santo, y no superhombre: en su muy humano, en su orgullosamente humano ejercicio de la paternidad transparentó el corazón del Padre.
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