Marcos 11,1-10
Es la lectura de la entrada de Jesús en Jerusalén, montando sobre un burro, y aclamado por la multitud, que lo vitorea con palmas de olivo. La escena ha quedado guardada en la memoria de la Iglesia como un acto de profunda humildad. La acción de Jesús contrasta fuertemente con la entrada de los prefectos romanos en la capital del pueblo judío, al que tenían sometido. La comparación es inevitable. Mientras que los representantes del poder político de Roma entraban montando caballos de guerra, Jesús lo hace montando un burro. Mientras a los prefectos romanos los recibían las élites, a Jesús lo recibe el pueblo. Mientras a los prefectos el pueblo los veía con miedo y con recelo, a Jesús el pueblo lo recibe con alegría. Mientras los romanos pisoteaban la dignidad del pueblo sometido, el pueblo recibe a Jesús tendiendo sus mantos a su paso.
Es fácil común caer en la tentación de decir "¡qué humilde es Jesús!" Pero, insisto, es una tentación. No hay que apresurar las conclusiones. Hay que tener en cuenta varias cosas antes de concluir qué significa este gesto de Jesús. Primero, que estamos en la última semana de vida de Jesús, y que este gesto tiene que ver con su muerte; que él ha ido a Jerusalén, como la gran parte del pueblo, para celebrar la fiesta de la Pascua, la fiesta en que el pueblo hebreo celebraba su liberación de la esclavitud que habían sufrido en Egipto. El contexto, entonces, es el de una fiesta nacional de libertad, querida y otorgada por Dios.
Segundo, Jesús era un gran maestro de la narración, era un gran contador de historias. Con sus palabras sabía llegar al corazón de la gente sencilla, y despertaba en ellos la ilusión de la inminente llegada del Reinado de Dios. Jesús no sólo narra parábolas. Sus gestos, sus acciones, también son parabólicos, sus acciones comunican mensajes en claves comprensibles para la gente de su tiempo. No se puede perder de vista que los evangelios atestiguan la disputa entre dos maneras de organización sociopolítica: el imperio de Roma y el imperio de Dios. Nosotros solemos decir "imperio" romano y "reino" de Dios, pero no reparamos que en el original griego de los evangelios para ambos se usa una misma palabra: "basilea". La entrada en Jerusalén es una parábola en movimiento que narra la llegada del imperio de Dios.
Tercero, con el gesto de su entrada a Jerusalén, Jesús no está simplemente proponiendo la humildad como un valor supremo. Roma no ajusticia a los humildes. Se burlaba de los humildes y mataba a los rebeldes, a los subversivos. La cruz es un castigo político romano a los subversivos, y el letrero sobre la cruz de Jesús es una burla extra. ¿Qué vio Roma en Jesús para darle esa muerte? Lo que vio, no sólo lo vio Roma. Es muy elocuente que la última escena que narra el evangelista Marcos antes de la entrada de Jesús en Jerusalén es la curación del ciego Bartimeo, que mendigaba a la orilla del camino. Roma vio lo mismo que vio Bartimeo, y con él la gente del pueblo marginado.
Roma vio la contundencia de un hombre que reclama para sí y para los que eran como él los derechos de la élite. En el Reino de Dios, en el Imperio de Dios, a diferencia del imperio de Roma, los pobres, los humillados, los marginados, los agachados, son reyes. No son reyes los de arriba, sino los de abajo. Y su reinado no es a la manera de los de arriba, elitista, déspota, opresiva, humillante. Los de abajo, cuando no se contaminan con los valores de los de arriba, saben reinar con el corazón de Dios, sin violencia, ni opresión, sin venganza, pero sin miedo. La realeza jaloneada para los de abajo, el cielo jaloneado hacia la tierra, la magnanimidad reclamada para los humillados. Un reinado que ofrecía libertad, enteramente alternativo al de Roma. Eso vio Bartimeo y se puso de pie y en camino. Eso vio el pueblo y vitoreó a Jesús. Eso vieron Roma y la élite judía aliada con ella, y sintieron peligro. Vieron un pueblo de reyes cantando libertad. Eso es el Imperio de Dios. La muerte de Jesús en la cruz pone de manifiesto que tenía razón: la violencia son de los que no tienen poder y necesitan arrabatarlo. Los que son de Dios y de su imperio, en cambio, ofrecen vida, esperanza y perdón. Ellos son los crucificados, y son ellos a los que el Padre levanta entre los muertos y los llena de vida plena.
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