Juan 2,13-25
La escena es conocida. Jesús expulsa a los vendedores del Templo de Jerusalén; no se trata de una purificación del Templo, se trata de un gesto mucho más fuerte: la sustitución de tal templo. Hay dos indicios para ellos.
Primero, en los demás evangelios, la escena aparece hacia el final del relato, después de la entrada de Jesús en Jerusalén montado humildemente en un burrito, en la última semana de su vida terrena, como seguramente así fue, históricamente; sin embargo, Juan ubica el acontecimiento casi al comienzo de su evangelio, justo al inicio del ministerio público de Jesús, inmediatamente después de las bodas de Caná, escena que quiere significar la llegada de los tiempos nuevos, los tiempos mesiánicos, los tiempos de las bodas del Cordero, con su novia, que es la Iglesia, dejando atrás los tiempos duros del judaísmo fariseo centrado en la dura interpretación de la Ley, significada en las vasijas de piedra que antes contenían agua, y terminaron conteniendo vino nuevo.
Segundo, históricamente, el evangelio de Juan fue escrito hacia el año 90, quizá 100, de nuestra era; es decir, unos 20 o 30 años después de la destrucción del Templo de Jerusalén; los evangelios no añoran un templo ya destruido e inexistente, los evangelistas todos quisieron afianzar a la comunidad de los seguidores de Jesús en la convicción de que ellos no necesitan del templo porque tienen al Señor y se tienen a sí mismos. Y quieren alimentar esta convicción porque a su vez la recibieron de aquellos que fueron testigos de la escena narrada, y que recibieron esta convicción de Jesús mismo.
¿Cuál es la nueva convicción? Que a Dios no lo encontramos detrás de un sistema de compra-venta, porque el amor de Dios no se compra ni se vende, es gratuito, es absoluto y es incondicional; el problema no es ganarlo, sino acogerlo. El templo vendía animales porque se necesitaban para el sacrificio; en el templo se cambian monedas para no manchar con monedas extranjeras, consideradas impuras, la pureza del templo. Así funcionaba la relación con Dios: se “compraba” su perdón mediante la sangre de animales sacrificados, para volver a hacerse “dignos” de su “pureza”.
La alternativa de Jesús ante el Templo y al sistema religioso que éste representaba, es clara. Por un lado, Jesús no habla ya del Templo, sino de la Casa de su Padre. La Iglesia está invitada a ser una familia, una casa de puertas abiertas donde todos puedan acercarse a la fiesta de la familia que vive del amor gratuito de Dios. Por otro, Jesús señala que el Templo es su Cuerpo, vivo y glorificado. Sabemos también que la Iglesia, Pueblo de Dios, es también el Cuerpo del Señor en la historia. De esta manera, somos nosotros, la comunidad, templo y presencia del Señor en la historia. Somos templo cuando somos familia, cuando juntos oramos e invocamos al Señor, pero también cuando nos mantenemos en el amor, el perdón, la solidaridad, la reconciliación.
A mí no me cabe duda alguna que Jesús aprendió a conocer al Padre y a disfrutar su amor en la casa de Nazaret. Que al lado de José supo que Dios es un padre bueno, que trabaja alimentando y protegiendo la vida de su familia. Por algo el buen José de Nazaret es patrono y protector de la Iglesia Universal.
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