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Testigos de la luz, testigos de la vida

Juan 1,6-8;19-28

Estamos ante dos fragmentos del inicio del Evangelio de Juan. El primero forma parte del prólogo del evangelio, una gran obertura que da las claves de lectura para toda la narración, de principio a fin. A mí me parece que no podemos perder de vista que el Evangelio comienza diciendo que en el Principio existía la Palabra, que la Palabra era Dios, que en ella estaba la vida, que la vida era la luz de los hombres, que la luz resplandece en la oscuridad y que ésta no puede sofocarla. Después nos dirá que Juan no era la luz, sino testigo de la luz (versículos 6 a 8); es decir, queda en relación con Jesús, del que sabemos que es la Palabra y la Luz. Y también la vida.

La siguiente parte (versículos 19-28) nos muestra en escena a aquel que ha sido definido como testigo de la luz. Pero nos lo muestra rodeado por sacerdotes, levitas y fariseos, es decir, por la élite religiosa de Jerusalén. Ellos le piden que confiese si es o no el mesías; le preguntan quién es. Y él se define por su relación con el Mesías, que sabemos es Jesús. Dice Juan que es la voz del que clama en el desierto que se prepare el camino del Señor; también dijo que él bautizaba con agua, pero que en medio de ellos había uno al que no conocían. 

A mí esta lectura me sugiere estas ideas. Primero, que parte de nuestra identidad está en nuestra relación con Jesús. Las relaciones nos definen, el encuentro con el otro nos da identidad lo mismo que el espejo nos regala la verdad de nuestras facciones y de nuestra mirada. Y Juan se define como testigo de la Luz y voz que pide preparar el camino del Señor. Sabemos que las palabras de Juan proceden de Isaías y que forman parte de aquéllas con las que el profeta anunció al Pueblo de Dios en el exilio que la condena había terminado y podían volver a su tierra; que nuevamente eran libres. 

De manera paralela, en el núcleo de nuestra identidad está la relación con Jesús. Somos sus seguidores, y ojalá también seamos testigos de su Luz. Ojalá también seamos, en el desierto de la historia, voces portadoras de buenas noticias; voces que anuncian vida y libertad. Porque la Luz es la vida de los hombres, según el prólogo del Evangelio. Nos tiene que definir el ser testigos de la vida y de la libertad, testigos del paso de Dios por la historia.

Juan se definió sin miedos ni rodeos como la voz que clama en el desierto ante el poder religioso de Jerusalén. Y además les dijo que en medio de ellos estaba aquél que esperaban y que no lo conocían. Y por lo que veremos después en el evangelio, y por lo que sabemos de la historia, ese "en medio de ustedes" significaba: "entre ustedes, pero sin ser de ustedes". Porque Jesús no venía del grupo de los importantes, ni buscó un lugar entre ellos. Al final veremos en la cruz su cuerpo destrozado, varón de dolores, triturado por la culpa de sus opresores, según el canto del mismo Isaías.

De aquí saco una segunda conclusión. Que la verdad de Dios está entre nosotros y que quizá no lo conocemos. Que lo veremos y lo encontraremos cuando busquemos dentro de nosotros y entre nosotros, lo más oscuro, débil y despreciado de nuestra propia persona y de nuestra sociedad. Todos tenemos oscuridades, y nuestro país vive una de las más largas y oscuras noches de su historia, noche de violencia y de luto. Ahí, aquí, entre ellos, entre nosotros, en el dolor absurdo, en las preguntas sin respuesta, en las miradas ausentes, en las mesas vacías, en la impune injusticia, en la prole ninguneada, entre las muertas de Juárez, entre los que se juegan la vida a mano limpia, entre el hartazgo, la desilusión y la desesperanza, en esa cerrada oscuridad, ahí hay que ser testigos de la Luz.

Ahí donde la hiriente carcajada de la muerte se escucha por encima de los sollozos y las plegarias fúnebres, ahí hay que ser testigos de la vida. Hay que gritar que Él está entre nosotros y que quizá no lo conocemos. Y sin embargo está viniendo, haciéndose vecino del dolor y de la lágrima, la Luz que se nos cuela entre el barro que somos, que nos da vida verdadera. Y clamar también que no perdemos la alegría porque nos afianzamos en la rebelde esperanza de que ninguna oscuridad podrá vencerla.

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