Después de haber escrito tanto y tan bonito la semana pasada sobre el amor de Dios, sobre Dios que es Amor, leyendo este fragmento del evangelio según san Mateo, prácticamente me siento con la obligación moral de dar una explicación sobre las palabras, duras, muy duras, de Jesús: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.”
Si revisamos lo que hay en la narración antes de esta escena, el desconcierto es todavía mayor. Porque casi al inicio del evangelio hemos visto a José de Nazaret recibiendo como su esposa a María, embarazada por la acción del Espíritu Santo, aunque ello le supusiera renunciar al honor milenario de su familia, la estirpe real de David; lo vimos arriesgando su propia vida para salvar la vida de Jesús, el niño que Dios le había confiado como hijo, ante la amenaza asesina del rey Herodes. Lo mínimo, Jesús sería un ingrato si no hubiera amado a este hombre, a José de Nazaret, al que llamó papá, y en cuyas manos de hombre trabajador, en sus pies de caminante y en su corazón de padre, descubrió el amor paterno de Dios, al hombre que le heredó la historia de su pueblo, y el testimonio de su encuentro con el Señor. Por eso a Dios lo llamó también “Papá”. Creo que a todos nos queda claro que en María Dios tomó rostro y ternura de madre, como para que ahora Jesús no recuerde con cariño y gratitud a la mujer que le dio su carne y su sangre. ¿Por qué ahora habría de pedir a sus discípulos que lo amen más que a mamá y papá?
En el mismo evangelio de Mateo hemos visto a Jesús resucitar a la hija de Jairo, conmovido por la fe de un padre desesperado e impotente ante la muerte que le había rasgado el corazón arrancándole a su hija; lo hemos visto curar a una mujer que hacía años padecía flujo de sangre y la llamó “hija”, porque sabía que era hija de Dios; lo vimos curar al criado de un oficial romano, al cual éste quería como a un hijo. Lo hemos visto proclamar que Dios nos quiere a todos, que hace salir el sol y manda la lluvia sobre buenos y malos porque todos somos sus hijos, nos ha dicho que no nos preocupemos por lo que vamos a comer o a vestir, porque Dios es nuestro Padre y cuida de nosotros, con mucho más amor que con el que cuida de las flores y las aves; nos ha enseñado a llamar a Dios “Papá nuestro”. ¿Por qué venir ahora a decirnos que el que ame a sus hijos más que a Él, no es digno de Él, si de Dios hemos aprendido a amar a los hijos?
Lo hemos visto antes proclamar el amor de Dios, lo vimos tocar y curar leprosos, devolviéndolos al seno de la comunidad; lo vimos levantando de la enfermedad a la suegra de Pedro y devolviendo la vista a los ciegos que se ha encontrado en el camino, porque ama la vida, porque quiere que vivamos y gocemos de la vida, que la ennoblezcamos y nos hagamos dignos de ella; porque le duele el sufrimiento y llora la muerte. ¿Por qué ahora habría de decirnos que el que no toma la cruz no es digno de Él?
Pues yo insisto: ¡Dios es Amor! Insisto en que ésta es la verdad primera y más profunda del misterio de Dios, y nada puede desdecir el amor de Dios. Es desde el amor y para afianzarnos en la vida y en el amor que hay que leer todas y cada una de las escenas del Evangelio. Y hay que decir además que el evangelio no se lee por frasecitas, sino todo en su conjunto. Y leído en su conjunto, el amor de Dios se desborda. Las palabras y las obras de Jesús son muy claras: ¡Dios nos ama, es nuestro Padre!; ¡nosotros somos sus hijos muy amados! Por eso nos da vida, y la vive paso a paso y codo a codo con nosotros.
Pero en la Antioquía del siglo I, en el seno de la comunidad que se reunió en torno al Evangelio que para ella escribió Mateo, había miedo, porque el Imperio Romano perseguía a los cristianos; el temor hizo que algunos de ellos renegaran de Jesús y del amor de Dios comunicado en Él; negaban al Señor que, burlado y humillado, había dado en la cruz la vida por ellos. Jesús los había amado fielmente hasta el extremo, con el mismo amor del Padre, ¿cómo fallarle ahora, después de haber recibido de Él vida, amor, salvación? ¿Por qué ser tan cobardes de negarlo poniendo de pretexto a los padres o a los hijos? ¿Por qué dejar que el miedo al martirio fuera mayor que el amor al Amor?
Eso reflejan las palabras que el evangelio nos presenta en boca de Jesús, la desesperación y la rabia de quien ve cómo la comunidad vacila ante la ferocidad homicida de Roma, y quiere fortalecerlos en la unidad con el Señor, y nos exhorta casi a gritos a no separarnos de Él, a creer con todo el corazón que es de Él y no de Roma ni de ningún imperio la última palabra sobre la historia. Por eso insisto: ¡Dios es Padre que nos ama con corazón de Madre! ¡Somos sus hijos muy amados, y tenemos que aprender a amarnos como Él nos ama! ¡Porque Dios es Amor! Y de esta verdad nada ni nadie puede hacernos dudar. Ni siquiera la muerte.
Un abrazo desde la sierra del Tigre, si de pronto no me encuentran, ando fuera de circulación.
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