Juan 14,15-21
Palabras fuertes y tiernas las que el evangelio de Juan pone en boca de Jesús. Palabras que adquieren fuerza y sentido en la voz del Maestro. Su deseo y al mismo tiempo su invitación a verlo vivo y resucitado, aunque el mundo no lo vea. Su deseo y al mismo tiempo su invitación a obedecer sólo y siempre los mandatos del amor; la certeza de que nos quiere y no nos deja solos, que nos envía su Espíritu, que es Espíritu de la Verdad. Y en Dios no hay más verdad que el amor.
Lo vemos y lo vivimos todos los días. Un mundo de violencia y muerte, un mundo de pobreza e injusticia, un mundo de mentira, de vida falsa construida sobre los frágiles cimientos del dinero, el poder y la fama. Un mundo que parece desmentir que Dios exista. La terrible sensación de estar viviendo un horror que todo lo oscurece y lo envenena, porque los muertos nos desbordan, y nos confrontan con la fragilidad de nuestra vida, tan amenazada que huye al refugio en que se ha convertido la casa que algún día fue nuestro hogar. La triste constatación de que nuestras calles cada vez están más sucias de basura y sangre inocente. La impotencia de sentirnos abandonados y débiles, solos.
Lo mismo le pasa al corazón. Poco a poco se nos llena de tenebra y es el espacio en que debiera habitar Dios por siempre. Es en este corazón y en este contexto en que nos llega fuerte y tierna la voz de Jesús, que nos dice que no estamos solos, que aprendamos a verlo en el dolor, no como sentido, porque el dolor y la muerte son absurdos y sinsentidos, sino como esperanza. Que aprendamos a verlo en la mano que limpia la sangre y venda la herida; en la comida compartida, que es la única que realmente quita el hambre. Que aprendamos a verlo más allá de la venganza, en el perdón y en la justicia. Que aprendamos a verlo en nosotros, cuando nos buscamos y nos abrazamos, cuando decimos "nosotros", cuando andamos codo a codo juntando voluntades y esperanzas, cuando cantamos "Más allá del sol" y "Dios nunca muere".
Entonces, cuando somos nosotros y nos reconocemos, cuando nos vemos y en nosotros lo vemos, sabemos que ha cumplido su palabra, comprendemos que nunca nos ha abandonado, que somos suyos, sus hijitos, los más pequeños y los más queridos, los que vivimos su propia vida, que es verdadera y es inmortal, los que entendemos que no hay más verdad que la del amor, porque Él es Amor y es Verdad, y es Espíritu de Amor y de Verdad. Que el amor de verdad es que el da vida, el que da la vida. ¿Cómo podría abandonarnos, si es el Pastor bueno que sale a buscar a sus ovejas, para llevarlas consigo, lleno de contento?
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