Lc 9,28-36; Gn 15
Segundo domingo de cuaresma. Como suele suceder casi cada domingo, escucharemos el inicio de la narración del evangelio con el clásico "en aquel tiempo". Y como también suele suceder, esta frase descontextualiza y diluye sentido al relato. En esta ocasión, se nos ofrecerá la escena de la transfiguración de Jesús en el monte, acompañado por Moisés y Elías, a la vista de sus tres amigos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan. Si fuéramos directamente a la Biblia, no leeríamos "en aquel tiempo", sino "ocho días después de haber dicho estas palabras..." Y entonces la pregunta salta inmediatamente: ¿qué palabras son éstas, tan importantes que lo que sigue en la narración está en referencia a ellas?
Teniendo a la mano el texto bíblico, uno puede darse cuenta de tales palabras: Jesús anuncia a sus discípulos que el Hijo del hombre morirá, y les dice que quien quiera seguirlo que tome su cruz de todos los días. E inmediatamente les hace una promesa: asegura que entre quienes lo escuchan, algunos no morirán sin haber visto antes el reino de Dios. Y entre los que escuchan están... sí, Pedro, Santiago y Juan.
La transfiguración de Jesús es un anticipo de su resurrección. Así como anticipó su pasión y muerte, también anticipa su glorificación, la gloria propia del Hijo de Dios. El discípulo de Jesús puede aceptar tomar la cruz y seguir a su Maestro no porque el dolor sea bueno; no porque tenga que obedecer ciegamente, sino simplemente porque el dolor, el sufrimiento, la cruz no son lo último ni lo definitivo. Hay algo más que uno descubre en el rostro transfigurado y en las vestiduras blancas y resplandecientes de Jesús, que cubren y dignifican lo que más tarde será su cuerpo maltratado, herido y asesinado.
Cristo y la Iglesia son una y la misma realidad. El Pueblo de Dios, que es la Iglesia, camina por la historia siguiendo el camino de la cruz porque ha escuchado la voz de su Señor. Acepta su cruz con la esperanza de su glorificación, anticipada en la transfiguración de su Maestro. Este Cuerpo de Cristo sufre dolor, maltrato y aun asesinato en la esperanza de ser pronto curado y revestido de gloria. El Cuerpo de Cristo en el pueblo mexicano sufre en el que llora solo su pobreza, su hambre, su dolor, su abandono; su falta de la paz que le han arrebatado, y de la justicia que le han negado. El Cuerpo de Cristo yace en las manos de las muchas madres que lloran a sus hijos muertos y con sus lágrimas perlan el vestido que un día lucirá resplandeciente en el Cuerpo Resucitado del Hijo, de sus hijos. En México, la Piedad no está en museos, sino en las casas. El Pueblo de Dios, que es Cuerpo del Hijo, vive no del dolor; sobrevive al dolor confiando en la llegada del día en que el Padre haga oír su voz, y nuestras miradas y nuestros corazones se vuelvan a contemplar transfigurado, glorificado a este pueblo que hoy camina con la cruz a cuestas, con su dolor de pueblo; con los mucho dolores de sus hijos.
Y algo más. Algo más está detrás de la esperanza, algo que la esperanza nos permite y trae consigo. Lo descubrimos en la primera lectura de este domingo segundo de cuaresma: en el relato de Abram. También, desafortunadamente, la liturgia nos ofrece un relato mutilado. Pero tenemos Biblias y podemos leer el relato completo. Abram, el anciano de casi cien años, esposo de una mujer estéril, recibe de Dios el anuncio de una gran herencia. ¿Para qué la quiero -responde Abram-, si habré de dejarla a uno de mis criados, puesto que no tengo hijos? Entonces Dios llevará a Abram fuera de su tienda y quizá de su campamento y le pedirá que levante la mirada y cuente, si puede, las estrellas del cielo. ¡Pues así de grande será su descendencia! Y Abram creyó.
Entonces Dios le dirá que antes de ser un gran pueblo, su descendencia sufrirá la esclavitud, pero será liberada y recibirá la herencia del Señor. Luego Dios sella una alianza con Abram. Éste parte por mitad algunos animales; y al caer la noche, Dios pasó entre ellos como fuego. Este Pueblo de Dios, la descendencia de Abram, tiene de su lado a Dios y su Palabra: vendrá la esclavitud, pero también llegará la libertad; vendrá la cruz, pero también la Resurrección. En medio de su noche, de la oscuridad de su cruz, cuando la esperanza está casi muerta, el Pueblo de Dios es invitado a levantar su mirada y contar las estrellas, a no sólo esperar, sino a creer y soñar con un futuro distinto, en el que sus anhelos estarán colmados sin medida, cuando el futuro se vuelva presente, y el presente se vuelva eternidad. Entonces los ojos del Hijo muerto nuevamente se abrirán, y la descendencia de Abram brillará en medio de la noche junto a su Señor Resucitado. Lo asegura Jesús, el Crucificado Resucitado, la Luz que rasgará el manto de la oscuridad y que recibiremos en la humilde lucecita de la vigilia pascual.
Levantemos nuestra mirada, confiemos, esperemos, creamos y soñemos. Es Palabra de Dios, ¡escuchémoslo!
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