Jn 18,33-37
La escena es parte del juicio que Pilato, Procurador de Roma, realiza a Jesús. Jesús ha sido arrestado ya en el huerto; lo apresaron soldados romanos y agentes de los jefes de los sacerdotes y los fariseos; con ellos va Judas, el traidor. Jesús ha sido conducido a casa de Anás, suegro de Caifás, el sumo sacerdote, donde es interrogado, atado de manos y abofeteado. Afuera, Pedro ha negado a Jesús. De ahí, Jesús es conducido ante Pilato. El evangelio dice que fue en la madrugada; más que el dato, importa el significado. El evangelista ya nos había anticipado en el prólogo de su evangelio que en Jesús, la Palabra, “estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz resplandece en la oscuridad, y la oscuridad no pudo sofocarla” (Jn 1,4-5).
Los jefes de los judíos llevaron a Jesús ante Pilato porque ellos no podían dar muerte a nadie. Lo acusaron de pretender ser rey. Se trata de una escena dentro de Palacio, los judíos se quedaron fueran, pues no podían entrar en un lugar pagano sin incurrir en impureza, y menos aún en la víspera de la Pascua, su fiesta más importante. Pilato mandó llamar a Jesús, a solas, sin más testigos que el lector del evangelio, que tiene ante sí el contraste entre dos modos distintos de concebir al cuerpo social.
Pilato pregunta: “¿Eres el rey de los judíos?” Después Jesús afirmará: “Mi reino no es de este mundo; si lo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo fuera entregado”. Pilato insistirá: “Entonces eres rey.” Y Jesús asentirá: “Soy rey, como dices. Y mi misión es dar testimonio de la verdad.” Una lectura apresurada podría hacernos creer que el reino de Jesús está fuera del mundo, como si dijéramos entre las nubes, en un más allá al que sólo se accede después de la muerte. Pero Jesús no dice que su reino esté fuera del planeta o del tiempo. Dice que su reino no es de este mundo. “Mundo” en Juan se refiere a la humanidad dominada, oprimida por un imperio que no es el de Dios, sino —en su momento— el imperio romano; imperio que establece y mantiene el orden con violencia; imperio de dominación y de poder; imperio que pisotea la vida y secuestra la libertad.
A esta humanidad dolida, subyugada es a la que el Padre envió a su hijo por amor. Se lo había dicho ya Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna […] La luz vino al mundo, pero los hombres prefirieron la oscuridad a la luz”. El reino de Jesús es un orden distinto al del imperio romano, al de cualquier imperio que sofoque con violencia al ser humano. De este otro reino, de esta manera distinta de organización social fundada en el amor de Dios y en la dignidad del ser humano es de la que Jesús da testimonio. Es testigo de la verdad; de la verdad que nos hace libres (Jn 8,32); es testigo de una humanidad fraterna y solidaria, constructora de paz y con ella de justicia. Por eso, en su despedida durante la última cena, dio a los suyos su paz, una paz distinta a la que daba y presumía Roma, la paz de este “mundo”, paz de sometimiento y no de libertad.
Porque dio testimonio de esta verdad que libera y da paz; de este orden fundado en el amor y la fraternidad, en la no violencia, en la confianza a toda prueba en el Padre, fue que Jesús encarnó el reinado de Dios entre nosotros, y por eso es rey. Después vendrían la corona de espinas, las burlas y la cruz. Los más elocuentes signos de que Dios no reina como han reinado los hombres que pertenecen a este “mundo”. Y signos también de la oscuridad vencida por el Señor Resucitado, Luz y Vida sin ocaso. Ojalá un día en nuestro México los hombres, y cada vez más mujeres, gobiernen haciendo presente el reinado de Dios, como se encarnó en Jesús.
Mi abrazo para cada uno.
Miguel Angel, mj
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