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Todos santos, día de muertos

Mt 5,1-12

Este domingo es la solemnidad de todos los santos. El lunes es día de los fieles difuntos. Para este domingo, la liturgia propone el texto de las bienaventuranzas, en la versión del evangelista Mateo. Leídas a la luz de esta solemnidad, las bienaventuranzas no son una invitación a la pasividad cristiana: a no renegar de la pobreza, de la humillación, de la persecución, de la tristeza; mucho menos son una invitació a la aceptación del sufrimiento. Este texto más bien es la declatoria de santidad para quienes viven estas situaciones. Sólo Dios es santo, y donde Él está, ahí está la santidad. Y por el evangelio sabemos que Él está preferentemente con quienes viven estas situaciones de carencia, de dolor, de humillación, de sufrimiento, de abandono, de desesperanza. Porque Él está con ellos, en la medida en que ellos se abren a la fe, a la esperanza, ellos viven la santidad. Son nuestros santos. Los hombres y las mujeres que día a día siguen poniéndose de pie para construir la bondad, la justicia y la belleza de la vida. Son los santos de la resistencia.

Pero también las bienaventuranzas hablan de la gente que se atreve a la resistencia activa, al compromiso con el cambio, a optar y luchar por la vida plena para todos, los que en el nombre del Señor anuncian que el Señor hará justicia, limpiará las lágrimas de los que sufren, dará tierra a los desheredados, y recibirá en su seno a los perseguidos por causa de su nombre. Son los santos del cambio. Los que resisten y los que luchan. Son los santos del Reino. Viven entre nosotros, en nuestras calles, en nuestras familias. Todos conocemos a alguno, y sabemos que son gente buena. Y por eso nos duele verlos tristes, y nos levanta el ánimo verlos sonreir, verlos resistir a todo aquello que desdice el amor de Dios. Para el mundo y para la Iglesia son santos anónimos, las mayorías no los conocen. Pero nosotros sí, y sabemos que son santos, porque en ellos habita, espera, resiste, lucha, se levanta el Espíritu de Dios, que los hace santos.

Y es significativo que esta fiesta de todos los santos esté unida a la de los fieles difuntos. Un día nuestros santos morirán, alguno tendrá una flor y una veladora delante, a alguno alguien le llorará, y lo extrañará y lo necesitará. Pero las mayorías ni siquiera sabrán que habitaron este mundo. Ni siquiera se dirá de ellos que han sido olvidados, porque apenas habrán sido conocido. Eso para la gente. No para Dios. Con estos dos días, la Iglesia reclama la vida de sus hijos. La hace suya, anuncia su dignidad, reconoce su santidad, no los deja morir en el vacío ni en el silencio. Ellos, los no conocidos; ellos, los no llorados; ellos, los santos favoritos del Señor, que se identifica con ellos en su pequeñez, en su soledad, en su abandono, en el aliento de su vida, en su santidad.

Que el Señor a todos nos haga santos del Reino.

Miguel Angel, mj

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