Mateo 25,31-46
Esta semana la Dra. Martha me hizo llegar un libro en PDF, Enfermedades que cambiaron la historia, de Pedro Gargantilla. Vienen historias como la de la peste negra, de la Edad Media, o la pancreatitis que terminó con la vida y el imperio de Alejandro Magno, aunque algunos opinan que más bien fue asesinado. Pero no viene la indiferencia, la insensibilidad, una enfermedad terrible que se expande y nos contagia a todos.
En su vida, en su mostrar a Dios, a Jesús se le estremecían las entrañas, reaccionaba con compasión; por compasión curaba, perdonaba, incluía, compartía. Jesús no era insensible, el hambre, el dolor, la marginación de quienes se cruzaban en su camino no le eran indiferentes. En nuestro tiempo es distinto, vivimos bajo una lógica de mercado cuya principal finalidad es la ganancia, y ello implica rivalidad, arrebatar, destruir, jerarquizar.
Hemos defendido esta lógica con la bandera de la libertad y del mérito. Con ello, lo hemos contaminado todo de la lógica del mercado; lo hemos reducido todo a mercancía y a todo le hemos puesto precio. Hasta a la salvación le hemos puesto precio y condiciones; y decimos que ni siquiera Dios puede violar la libertad de nadie y obligarlo a la salvación. Es tremendo afirmar esto, y quizá hasta muy temerario. Pero en el mercado, en la modernidad, viene bien hablar de libertad, pero no de equidad ni de fraternidad.
La modernidad, esta época que comenzó con el reinado supremo de la razón, echó abajo las monarquías y dio paso a las democracias al grito de “libertad, igualdad y fraternidad”. Pero, como si fuera una hermana envidiosa y mustia, la libertad pronto se olvidó de la igualdad y de la fraternidad. La falta de igualdad —de equidad, mejor dicho, porque aunque no tenemos todos lo mismo, ni pensamos lo mismo ni nos gusta lo mismo, porque somos diferentes y venimos de diferentes lugares e historias, sí valemos todo lo mismo, lo que vale un hijo de Dios— y de fraternidad muestran que no somos libres. Somos consumidores manipulados, embelesados como Ulises con el canto de las sirenas.
Para Byung-Chul Han, el filósofo sudcoreano radicado en Berlín, la libertad, que en inglés comparte etimología con amistad —freedom y friendship— es la capacidad de ser amigo. Nacho, en el curso de Introducción a la Sagrada Familia, me pregunta si no somos libres de verdad. Creo que no lo somos, no al menos como pensábamos; no soy el único. Los algoritmos y las aplicaciones nos dirigen, construyen una pantomima de libertad con la frialdad de una razón deshumanizada.
A la modernidad, a la razón, le falta la libertad humana, la verdadera; la que no consiste en actuar después de razonar, sino la que lleva a sentir con el otro, a pensar con el corazón, a la amistad en razón del espíritu. El juicio del que Jesús habla en parábolas, es el sentido último y definitivo de la vida, el que se descubre tras actuar con compasión, antes de pensar. Como el Padre Pluche, de Océano Mar, de Alessandro Baricco. El Padre Pluche pensaba siempre las mejores razones para decir “no”, pero para cuando las tenía, ya la boca había dicho “sí”. Nosotros podemos tenemos siempre muchas y muy buenas razones para no ser compasivos, ojalá el corazón se nos adelantara y dijera primero, antes que el cerebro, “sí”.
A Baricco debo la enterarme de la existencia de El hereje y el cortesano, el libro escrito por el filósofo Matthew Steward que narra el encuentro entre Baruch Spinoza y Leibnitz en Holanda, el 16 de noviembre de 1676. Spinoza no podía renunciar a la razón ni a la libertad. Leibnitz no quería renunciar a Dios. Ambos tenían razón. Pero a Dios no lo encontramos en la manipulada libertad del mercado, ni en la soberbia de la razón, sino en la intensidad de la compasión, ésa que lleva a la equidad y a la fraternidad, la que nos libera de las ilusiones de ser libres porque podemos comprar lo que hacen que se nos antoje; cuando rompemos con la monarquía de la razón y de la libertad mutilada, torpe y miope.
Escultor: Patrick Comerford |
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