Marcos 13,33-37
Quien piense que las palabras lo dicen todo, está equivocado. Lo
importante es la voz. Lo saben bien los narradores de historias, y los amantes
de las palabras. Decía el Maestro Poncelis, no es lo mismo decir: “¿Bailamos,
madres?”, que “¿Bailamos?, ¡madres!” Un librero es un enorme cementerio en el
cada libro es un ataúd que contiene vidas aguardando la hora de la resurrección;
la hora del encuentro con una mirada que las acaricie y una voz que las traiga
de vuelta a la existencia. Dios no sólo se revela en su Palabra, también se
revela en su voz. Marin Marais fue un músico y compositor de los siglo XVII y
XVIII; de niño tenía una voz maravillosa, delicada, de soprano; pero le llegó le
adolescencia y perdió su voz y, a cambio recibió una voz de hombre, una voz
grave, de bajo, como de sapo que croa; como pasa con todos los hombres, dice
Pascal Quignard, que cuenta la historia de Marais en La lección de música.
Dice
que todos los varones buscamos nuestra voz de niños, la voz perdida. Marais la
buscó en la música del violín y la viola. Cuando yo era niño, Maradona era el
dios de las canchas; a los ocho años lo vi meter gol con la mano de Dios, y con
la misma mano levantar la Copa del Mundo en México 86. Creo que entonces todos
los niños querían ser Maradona; yo no, de todos modos espero que Dios lo tenga
en su gloria. Amén. Yo extraño al niño que fui cuando Maradona alcanzaba la
gloria del futbol. Extraño lo que viví, escucharme pronunciado por la voz de mi
papá cuando me cantaba antes de báñame, verme en su mirada alegre y traviesa
cuando me levantaba y me sentaba en el cofre del enorme carro viejo que teníamos
entonces.
Mi nombre escrito no dice mucho. Mi nombre pronunciado por mis padres
es mi vida misma pronunciada por Dios. Una foto mía colgada en cualquier pared
es apenas un adorno, mi rostro visto por mis padres y mis amigos es estar en la
cálida y acariciante presencia de infinito amor del Padre. Todos tenemos en casa
la foto de alguien en cuyos ojos quisiéramos vernos y de cuyas bocas escuchar
salir nuestros nombres bailando al ritmo del amor. A veces podemos buscarlos en
otra casa o en una videollamada; a veces no nos queda más que cerrar los ojos y
hurgar en el corazón. No siempre fuimos conscientes que al ser amados fuimos
visitados por Dios; más aún, que en el amor que nos dejaron los que nos aman,
incluso desde la eternidad, Dios vino y puso su morada entre nosotros y dentro
de nosotros.
Hay que leer 1Q84, de Haruki Murakami por lo menos una vez en la
vida. Es mágica. Tengo y Aomame se conocieron a los diez años; se gustaron, se
tomaron una sola vez de la mano en el salón de clases, apenas se cruzaron sus
miradas; y durante 20 años se sintieron cerca viendo las mismas lunas, y el eco
de sus nombres pronunciados con su voz de niños mantuvo vivo el amor. La voz del
Amor nunca se calla. Desde la eternidad de su amor, Dios nos pronunció, nos miró
tiernamente a los ojos y fuimos engendrados para nacer en la historia, y nuestro
corazón se mantiene vivo gracias al eco de esta voz que en nosotros nos impulsa
a caminar buscando al Corazón del que salimos, como Aomame y Tengo se buscaron;
y no importa el número de años que tengan que pasar, sólo importa que el Amor
necesita de su amado. Más de una vez estuvieron tan cerca Aomame y Tengo, que
ella lo vio desde la ventana de su departamento, sentado en el parque, pero
cuando bajó, él ya se había ido, pensando en ella.
El adviento nos recuerda que
el Señor ha venido a nuestra carne, y también nos recuerda que algún día su voz
nos llamará para encontrarnos con Él en la eternidad, a la hora de la muerte y
más allá de ella. Pero también el adviento nos invita a estar despiertos y
atentos para que descubramos su amor en el timbre de voz de quienes nos llaman
por nuestro nombre; en la ternura de los ojos de quienes nos miran con cariño;
en la tibieza de las manos que nos abrazan cuando estamos tristes; en los niños
que con apenas vernos y decirnos “hola” le arrebatan a la desesperación las
sonrisas que creíamos perdidas y nos las devuelven cargadas de ilusiones.
El
adviento nos recuerda que Dios siempre está viniendo, en todas partes y a toda
hora. Junto a Pedro el amor pasó una madrugada, cuando Jesús, caminando por la
orilla del lago, lo vio arreglando las redes para la pesca y lo invitó a caminar
detrás de él; ¿cuánto tiempo pasó para que Pedro comprendiera que Dios había
venido a él en esa madrugada? Años más tarde, el amor de Dios vino a él, a
medianoche, como una mirada suplicante de amigo que esperaba fidelidad y él lo
negó. Pedro tardó lo que tarda un gallo en cantar tres veces para comprender que
no le había sido fiel al amor. Los que están en el dolor y en la enfermedad, los
que sufren la injusticia, son como Pedro junto a las brasas, en casa del sumo
sacerdote, llamados por Jesús a mantenerse fieles. Dios puede venir a media
tarde, como en esa media tarde de jueves en que Jesús partió el Pan y sirvió
generosamente su Vino en una copa, que compartió con aquellos por lo que en amor
dio la vida en la cruz.
El Señor sigue viniendo cada vez que nos reunimos en su
nombre, para alimentarnos de su Palabra, de su Cuerpo y de su Sangre. Sigue
viniendo de madrugada, moviendo las piedras que sepultan nuestras esperanzas y
nos da vida nueva. Vista así, la vida tendría que ser contemplada con gratitud,
por las voces y las miradas del pasado; y con esperanza, por las voces y la
miradas, y los abrazos que nos envuelven a cada instante que viene, hasta que
sea su voz la que nos llame, su mirada la que nos contemple, sus brazos los que
nos reciban ahí donde no habrá ni luto ni llanto, ni dolor ni tristeza, y donde
no habrá necesidad de lámpara, porque el Señor será nuestra luz, tibia y clara,
como la primera luz de nuestras coronas de adviento.
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