Mateo 3,1-12
Eres del lugar donde recoges la basura.
Es el inicio de “El puño en alto”, escrito que Juan Villoro publicó en el periódico Reforma apenas unos días después del terremoto del 19 de septiembre de 2017. Es también el cierre de su libro El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México, un compendio de relatos, memorias y vivencias de Chilangópolis, como él la llama. Villoro cuenta que no pretendió escribir un poema, sino una descripción de lo que vivía y veía, en forma de letanía; y que puestos a elegir, el escrito pertenece más bien a una categoría sismológica: una réplica.
Eres del lugar donde recoges la basura.
Donde dos rayos caen en el mismo sitio.
Porque viste el primero, esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre y la gente se junta.
En los relatos evangélicos, la figura de Juan el bautista aparece como un primer rayo que hace presentir el segundo; como un terremoto del que se espera una réplica. Juan anunciaba el inminente juicio de Dios, que vendría como un hacha a derribar de raíz todo árbol seco que no diera fruto, que vendría a quemar lo que fuera basura… Y lo que vino fue Jesús de Nazaret, la misericordia de Dios que no vino a tirarnos a la basura; la desesperada ternura divina que vino y viene a remover escombros para rescatar cuanto pueda rescatarse de nosotros y de nuestra vida: a tocar la piel impura de los leprosos, la carne muerta del hijo de la viuda de Naím, a comer con los pecadores, a acoger a las mujeres como discípulas... misericordia al extremo.
La figura de Juan sirve para aquilatar mejor la figura de Jesús y su respectiva imagen de Dios. En Jesús, Dios vino a nosotros como vinieron miles de voluntarios a buscar vida debajo de los escombros en los terremotos que han sacudido a nuestra ciudad. Villoro lo expresa así:
Eres, si acaso, un pordiosero de la historia.
El que recoge desperdicios después de la tragedia.
El que acomoda ladrillos,
junta piedras,
encuentra un peine,
dos zapatos que no hacen juego,
una cartera con fotografías.
El que ordena partes sueltas,
trozos de trozos,
restos, sólo restos.
Lo que cabe en las manos.
Eres el que no tiene guantes.
El que reparte agua.
El que regala sus medicinas porque ya se curó de
espanto.
El que rezó en una lengua extraña porque olvidó
cómo se reza.
El que recordó quién estaba en qué lugar.
El que fue por sus hijos a la escuela.
El que pensó en los que tenían hijos en la escuela.
El que se quedó sin pila.
El que salió a la calle a ofrecer su celular.
El que entró a robar a un comercio abandonado
y se arrepintió en un centro de acopio.
El que supo que salía sobrando.
El que estuvo despierto para que los demás
durmieran.
Juan Villoro rememora el terremoto de 1985, cuando se ofreció como voluntario para buscar sobrevivientes debajo de los escombros, en la colonia Roma; él, que vivía en Tlalpan. Al término de la jornada, con fuerzas para apenas cargar la pala, al regresar a casa, fue abordado por un taxi, que le ofreció llevarlo gratis. Villoro le aclaró que iba hasta Tlalpan. El taxista mantuvo su ofrecimiento. Es una pena, escribe Villoro, que la generosidad dure tan poco.
Juan Villoro señala que durante el virreinato la duración de los terremotos se medía en “credos”. Él, que no reza, recuerda que la réplica del terremoto de 1985, la de la tarde noche del viernes 20 de septiembre, duró dos padrenuestros. Es, por lo visto, una tradición medieval. El Sidi de Pérez Reverte da a la avanzada de su ejército un tiempo de quince credos y un paternóster para llevar a cabo su misión. Un subalterno le preguntó si era necesario también el paternóster; el Cid le respondió que nunca está de más.
Es elocuente que la generosidad nos sea tan natural en la tragedia; pero es una pena que la bondad nos dure poco. Quizá sólo por eso sea necesario que tengamos el adviento cada año, para que nos acordemos lo que olvidamos fácilmente: que lo natural en nosotros es la bondad, porque hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, y que el mundo necesita una y otra vez que esta divina bondad venga a salvarlo. Pero nos gana el egoísmo. “Ah, ¿tenés pastillas, Susanita?”, le preguntó Mafalda. Susanita asintió sin dejar de comerlas. Pero luego se sonrojó y escondió sus dulces detrás de sí. “Eh…, son un remedio…, ¿sabés? Me las recetó el doctor, porque ando con qué se yo”, se disculpó Susanita. “¿Alguna insuficiencia en las glándulas del sistema convidatorio?”, le reviró Mafalda.
Juan esperaba la inminente cólera de Dios. Pero Dios nos ama con infinitas paciencia y esperanza, aguardando nuestra conversión. Es una pena que las voces de quienes predican la furia de Dios sean demasiado escandalosas, tanto que no nos dejen escuchar lo que realmente importa. Tras el terremoto del 2017, se hizo famoso un gesto: el del puño en alto para pedir silencio cuando el barullo era tan escandaloso que los brigadistas no podían escuchar el murmullo de los sobrevivientes.
Los que le hicieron caso.
Los que levantaron el puño.
Los que levantaron el puño para escuchar si alguien vivía.
Los que levantaron el puño para escuchar si alguien vivía y oyeron un murmullo.
Los que no dejan de escuchar.
Son ellos en quienes nos visita el Señor. Los que a las muchas voces que confunden a Dios y predican una imagen que no se corresponde con el amor en plenitud, les piden un poco de silencio para escuchar lo que realmente importa: el murmullo de las voces de quienes esperan compasión debajo de los escombros de la violencia, la pobreza y la injusticia.
No nos une el amor, sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.
Lo escribió Jorge Luis Borges a su Buenos Aires. Ojalá que el adviento nos sirviera para darnos la oportunidad, aunque sea por lo que dura un paternóster, de que lo que nos una no sea el espanto, sino el amor.
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