Mateo 11,2-11
“Aquel hombre no parecía nadie, hasta que abrió la boca.” Así describe Vaticano 2035 a Simon Cervin, el científico al que el joven protagonista conocería cuando estudiaba ingeniería en el Politécnico de Milán. Debatía con uno de los miembros de la Pontificia Academia de las ciencias. Un hombre gris, de pelo gris, piel gris y ojos grises. Pero su voz quemaba y temblaba. Refutaba la pretensión de probar la existencia de Dios en la historia o en la naturaleza. Su oponente se retiró. Después preguntó a la audiencia, estudiantes del politécnico. qué pensaba. A la primera intervención, reviró la pregunta al auditorio; hizo lo mismo con la segunda. No quiso responder; se escuchó un murmullo de desaprobación. Simon recitó entonces las palabras del evangelio, de memoria: “¿Qué habéis venido a buscar al desierto? ¿Un hombre prodigioso, un hacedor de milagros? ¿Un hombre bien vestido?” Luego les espetó: “Qué buenos católicos… Empezáis a murmurar contra mí, pero basta que levante la voz, que cite la sagrada Biblia, y os calláis… Porque no paráis de buscar maestros, agacháis la cabeza esperando que os digan cómo actuar, cómo pensar, qué hacer…”
Entre los seguidores de Juan el Bautista y los de Jesús también llegó a haber debate, ¿quién era más importante?, ¿quién tenía razón? Juan esperaba un mesías justiciero, reivindicador nacionalista del pueblo; y el mesías del que tuvo noticias no se correspondía con el perfil que se había creado. Estaba decepcionado.
Erri de Luca, poeta y narrador italiano tiene un bello relato: El peso de la mariposa. En él, una antílope es asesinada por cazador; su hija es llevada por un águila, y su hijo pequeño, guarda en la memoria de su olfato dos aromas: el de la pólvora disparada que mató a su madre, y el olor humano del cazador. Creció solo, sin ninguna clase de educación; instintivamente se hizo rey de una manada de antílopes, matando al rey anterior; en sus cuernos se pararon mariposas. Veinte años más tarde, reconoció el olor del cazador que mató a su madre, y cobró venganza; sintió en el cuerno, ¡asombrosamente! el peso de una mariposa. Se sintió frágil, cansado. Comprendió que estaba cerca del final.
Muchas veces vivimos como si fuéramos rivales unos de otros, como si trajéramos en el olfato el tufo de la violencia, de la venganza. Poco sentimos la fragilidad propia y de los demás; no nos percatamos del suave pero real peso de la misericordia con que Dios viene a nosotros. El protagonista de Vaticano 2035, Giuseppe Lombardi, entonces estudiante de ingeniería en Milán, se percató del momento en que Cervin lanzó su incontenible y despiadada argumentación contra el miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias, cuando éste preguntó al suizo: “¿qué puede saber de misericordia un hombre como usted?” Después del debate, Lombardi consiguió dialogar con Simon. El científico le contó cómo fue que uno de sus hijos, cuando era pequeño, había sido abusado sexualmente por un sacerdote, y cómo el obispo lo había protegido y había disimulado con la excusa de evitar escándalos que lastimaran la fe de la gente sencilla.
Para entender a Jesús, la lógica de Dios es la misericordia, la compasión; y ello supone ponerse primero en el lugar de los últimos y de las víctimas. El hambre se piensa desde lo que tienen hambre; la pobreza, desde los pobres; Dios no quiere condenarnos por nuestros pecados, sino liberarnos de ellos. Es lo que Jesús trató de hacer que comprendiera Juan, evitando que los discípulos de éste y el mismo Juan, se sintieran derrotados o defraudados. Su mensaje no era el despliegue de magia o de poder, sino la concreción de pequeños gestos de misericordia, ligeros como una mariposa, pero contundes en su revelación de lo que hay en el corazón de Dios.
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