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Con su estilo y bajo su fuerza

Lucas 1,1-4;4,14-21

Creo que a todos nos ha pasado que hemos llegado al cine y dudamos un momento entre ingresar a la sala o pasar primero al baño; decidimos ir al cine, porque ya está por empezar la proyección; y a los cinco minutos descubrimos —no sin cierto espanto— que no, no aguantamos, así que vamos al baño y volvemos y pensamos que seguro que lo que no vimos no es importante, y resulta que justo en esas escenas que no vimos, se comunicaron las claves para entender lo que sigue. Algo así pasa con esta selección de versículos del evangelio de san Lucas. El liturgista nos puso el evangelio desde el inicio, se fue al baño, y cuando regresó, Jesús ya estaba de regreso en Nazaret, proclamando el texto de Isaías en la sinagoga. Sin embargo, son claves las escenas previas. 

Primero, la concepción de Juan. En su misericordia, Dios concedió a Isabel un hijo, cuando parecía que moriría anciana y sin hijos, compadecida por la gente, por haber sido estéril; pero el Señor la reivindicó. Zacarías, con la fidelidad de su servicio al templo, seguro más de una vez se preguntó si acaso el Señor no escuchaba sus plegarias, si su servicio y sus sacrificios en el Templo no servían para nada. Muchos de nosotros pensamos así, como si nuestra vida sacramental y de fe fueran negociaciones comerciales con Dios. Con el nacimiento de Juan, Dios mostró que siempre nos escucha. María, por su parte, frente al anuncio del ángel Gabriel, tendría que haber respondido que necesitaba pedir permiso a su esposo, José; pero María aceptó la dignidad personal que Dios le concedía, y se mostró como esclava de Él y de nadie más. 

Por supuesto, estos gestos de justicia, de escucha y dignificación desataron el júbilo entre los destinatarios de la misericordia de Dios. Juan en el seno de Isabel saltó de alegría ante la cercanía del Señor en el vientre de María; Zacarías y María cantaron para expresar su júbilo; imagino a María y a Isabel abrazadas brincando, cantando, bailando. No viene a mi imaginación ninguna otra manera de concebir el magníficat.

Los lectores de Haruki Murakami saben que en casi todas sus novelas, sino es que en todas, desde la primera, Escucha la canción del viento, hasta más reciente, La muerte del comendador, aparece un pozo. Y es interesante porque, aunque no sorprenda, el pozo siempre está rodeado de emoción y de suspenso; los personajes escuchan música o sienten una extraña fuerza que los lleva a introducirse dentro del pozo en cuestión, y pueden permanecer ahí con extrañas sensaciones e incluso trasladarse a otras dimensiones. Es el estilo de Murakami. 

Por decirlo de alguna manera, en las primeras escenas de san Lucas está ya “el estilo” de acción de Dios en la historia, una mirada de compasión, una cercanía de misericordia en gestos de reivindicación, de escucha y dignificación; en otras palabras, éste es su Espíritu. No sorprende, entonces, que este Espíritu haya descendido sobre Jesús en su bautismo y lo haya ungido o, mejor dicho, acariciado, con la ternura y la delicadeza propias del amor de Dios. Y que con la fuerza de esta ternura, Jesús se haya sentido impulsado a caminar por la historia cifrando su identidad desde mismo amor. Es así que puede enfrentarse a las tentaciones, su identidad está definida por su relación con el Padre, no necesita de nada de lo que le ofrece el tentador en el desierto. Este es el punto en que vuelve a Nazaret.

Un día, mientras leía Mafalda, Susanita husmeó entre los libros de Mafalda y se encontró con el de Pulgarcito. “¡Mafalda, tenés Pulgarcito!”, le dijo, “¿puedo leerlo?” “Por supuesto, le respondió Mafalda sin despegar la mirada de su lectura. “En una modesta casita vivía una familia muy pero muy pobre…”, comenzó a leer Susanita, y aventó el libro lejos de sí; ante la cara de interrogación de Mafalda, aseveró: “¡Me revienta la literatura testimonial!” Jesús entra en la sinagoga, proclama el texto de Isaías y, lo experimenta vivo, testimonial: “El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido…” Nuevamente la Ternura de Dios, el Amor de Dios lo acariciaba, lo sentía; descubría que se trataba de un amor que lo impulsaba a dar buenas noticias a los pobres, a ser luz para los ciegos y libertad para los cautivos. 

Lo interesante de haber traído a cuento el inicio del evangelio de san Lucas es que inmediatamente me evocó Llámame Brooklyn, novela de Eduardo Lago, español radicado en Nueva York. En ella, el periodista y escritor Néstor Óliver-Chapman, cuenta cómo es que conoció al escritor Gal Ackerman, y cómo esté, antes de morir, le entregó un cuaderno de notas, recortes, y apuntes varios, con los cuales estaba construyendo una novela. Néstor asume la tarea de terminarla; ello le implicó leer el cuaderno de Gal, buscar a los personajes mencionados, entrevistarlos, entenderlos, visitar los lugares señalados como escenarios, comprender al propio Gal. Dos años más tarde, Néstor confiesa que se sentía ya como si fuera el mismo Gal. 

Me parece quizá atrevido, pero necesario, señalar que quizá entre las intenciones de san Lucas al redactar su evangelio estuviera el que cada uno de sus lectores y oyentes se sintiera de alguna manera habitado, sostenido, impulsado por el Espíritu de Jesús, al punto de identificarse con Él en sus opciones, en sus pasiones, en su fuerza, en su ternura, en su cercanía, en su misericordia que desata la alegría, y no simplemente recordar a Jesús. 

En la narración del evangelio, Jesús interrumpe su lectura, devuelve el rollo y, ante la estupefacción de la gente de su pueblo, declara sin ambages: “Esta lectura se ha cumplido hoy.” La gente, asombrada, se pregunta: “¿no éste el hijo de José?” Pero hasta aquí no llega la selección del liturgista. A lo mejor tuvo que ir al baño. En atención suya, habrá que esperar una semana más para hablar sobre este hijo de José.

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