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Todos los santos: La fiesta de los invisibles

Apocalipsis 7,2-4.9-14; 1 Juan 3,1-3; Mateo 5,1-12

La imagen es de Bernardo Esquinca, en su novela Toda la sangre, la de la muchedumbre que se reúne a bailar todas las noches de domingo en la plazoleta de la Alameda, junto a la estatua de Neptuno: “Gente de las clases sociales más bajas para bailar ritmos guapachosos tocados por un grupo en vivo (…) obreros, sirvientas, chavos banda, teporochos o travestis se fundían en un caldo que olía a humanidad y sobacos apestosos (…) En medio de todo eso estaban la música y el baile, la multitud entregada a la única diversión a la que podía tener acceso. Resultaba simbólico que se reunieran alrededor de la escultura de Neptuno. Allí se encontraban criaturas salidas de las profundidades (…) se reunían en un aquelarre que celebraba su propia miseria. Los invisibles, pensó Casasola: nadie sabe que existen, pero de algún modo son quienes sostienen la ciudad sobre sus hombros. Sin ellos, todo esto terminaría de hundirse en el lodo.”

Es bella la imagen. Me gusta para este día. He recibido, y son bonitos, no digo que no, collages de santos canonizados, muy populares. Porque es la fiesta de todos los santos. Y ahí están san José y la Virgen María, san Martín de Porres y san Martín Caballero, santa Teresa y santa Teresita. Pero cada uno de ellos tiene su propio día de fiesta en el calendario de la Iglesia. Y no son, por lo tanto, los protagonistas de este día, aunque tengan su lugar en ella. Los protagonistas de hoy son, en palabras del Papa Francisco, los que conforman “la clase media de la santidad”, hasta diría yo la clase baja,  las mujeres y los hombres últimos entre los últimos, anónimos en medio de la masa anónima. Pero vistos de cerca, son las mujeres y los hombres que hoy bailan y celebran la plenitud de la vida en la Casa del Padre. 

Son los invisibles, Casi no existen, pero de algún modo sostienen a la Iglesia y a la humanidad sobre sus hombres. Sin ellos, todos nos hundiríamos. La tía solterona que nunca se casó no porque no tuviera ganas, ni porque no hubiera quién la cortejara. Porque se quedaron a cuidar a los padres hasta la muerte, para que los hermanos pudieran realizar su vida sin pendiente; la tía que reza sola su rosario, en casa, fiel y puntual en cita con la fuente de Amor y de Esperanza; la tía que a veces llora de nostalgia, y que más de una vez ha sido el alma de la fiesta. El piadoso campesino que regresa de regar con sudor la tierra; un día ofrecerá con orgullo sus manos sucias al ladrón de cuello blanco para sacarlo de la verdadera miseria: la de quien se olvidó de Dios para sacrificar vidas inocentes en el altar del dinero. Porque a los victimarios los salvan las víctimas, y su perdón es una de las finas y bellas perlas de la santidad de Dios. 

Son los invisibles, los que dejaron la liga de la decencia y la pía sociedad de sociedades pías, para dar de comer a los ilegales, para dar una cobija a los inmigrantes, para desmanchar de indiferencia a los que nos refugiamos en el castillo de la pureza; los que por debajo del dolor y de la mugre y de la piel siguen reconociendo a sus hermanos, hijos del mismo Padre. Los que no juzgan a los que todos juzgan; los que no se avergüenzan ni se incomodan con los que avergüenzan la respetabilidad de la “gente bien”. Los que han puesto la compasión y la misericordia como el norte de sus brújulas y desde ahí se ponen en camino. Los que, como san José, prefieren los segundos lugares y con buena cara se tragan las burlas de los vecinos. 

Es leyenda urbana que las construcciones reclaman muertos para poder levantarse. En las grandes construcciones se alaba el genio del arquitecto y el trabajo de los albañiles. Pero la Iglesia también guarda memoria de los que dieron su sangre por su Señor: los mártires. Es bello pensar que los asesinados, los torturados, los desaparecidos, los que unieron su sangre con la sangre del Señor, se levanten con sus túnicas blancas, sin mancha de venganza ni de violencia. Que se celebren la vida plena y la justicia verdadera, la que  no se compra, porque Dios no se vende. 

Es hermoso celebrar a los santos “de a pie”, a los no importantes, a los que Jesús llamó “bienaventurados”, demasiado buenos y demasiado limpios como para ser hipócritas; mujeres y hombres que no esconden sus grietas ni sus heridas. Los que saben que no son perfectos, y por eso mismo no se ponen como ejemplo ni medida de nadie, pero aun en su imperfección siguen siendo imagen y semejanza de Dios; los que prefieren decir “adiós” de frente antes que hablar a las espaldas de nadie. 

Los que ríen a carcajadas con sus dientes cariados cuando alguien les dice que son santos, para responder que “santos los que adornan las paredes de los tiempos”, ellos se conforman con ser hijos de Dios.

Decía un día Manolito a Mafalda, mientras veía su boleta de calificaciones: “Con esto de que James Bond es el agente secreto cero cero siete… Y de que todos los demás agentes secretos son cero cero qué se yo, y cero cero no sé cuánto… Cada vez que miro mi boletín de calificaciones me siento un poco agente secreto.” Si la santidad es vivir de acuerdo con las bienaventuranzas, no estaría mal que escuchando las palabra del Maestro, atreviéndonos a ser un poco más compasivos y menos ambiciosos; a ser un poco más limpios de corazón y menos cobardes en la búsqueda de la justicia, nos sintamos un poco bienaventurados; sólo un poco, lo mínimo para bailar con júbilo y comer sin vergüenza con Dios, con Jesús y sus santos, en la fiesta de los invisibles. 

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