Marcos 13,24-32
—Eres un pesimista— dijo el Acuchillador al Chalequero— y los pesimistas viven más de lo que quisieran. Es su condena.
Los dos criminales compartían celda en la cárcel de Belén en enero de 1909, acusados ambos de homicidio. Todo en el mundo de la novela Carne de ataúd, de Bernardo Esquinca, en la tercera entrega de la saga Casasola. El Chalequero, ya mayor, y quien por indulto de Porfirio Díaz había librado ya una condena a muerte, esperaba recibirla por segunda vez, echado en posición fetal sobre una cobija apestosa. El Acuchillador lo despertó.
—¿No quieres una jarra de vino?— El Acuchillador se pasó una mano por los labios resecos— Muero de sed…
—Aquí no hay vino —dijo el Chalequero, sin moverse—. Aquí sólo hay muerte.
El Acuchillador se sentó en el catre y se inclinó sobre su amigo.
—Te equivocas. Este es el Conejo Blanco, taberna de ladrones y asesinos. Aquí todos somos sobrevivientes. Hemos escapado a la puñalada trapera, a los duelos, al envenenamiento, incluso al cadalso. Por lo tanto, es un lugar lleno de vida. ¡Se la hemos robado a la muerte en innumerables ocasiones! ¡Somos eternos!
El Chalequero abrió los ojos y miró al Acuchillador.
—Tú eres eterno. Yo moriré pronto.
—No creo. Eres un pesimista, y los pesimistas viven más de lo que quisieran. Es su condena.
Es un criminal, el Acuchillador, pero en algo tiene razón. Hay mucha gente pesimista, o miedosa, que es igual o peor. En más de un momento todos hemos perdido la fe en el futuro, la fe en los cambios, incluso la fe en Dios. Hay ocasiones en las que nos parece que por más que luchamos, por más esfuerzo que realizamos, por más empeño y corazón que ponemos, lo que único que conseguimos es fracaso tras fracaso, decepción tras decepción. Nos parece entonces que la vida no tiene mayor sentido, y que más valdría cerrar los ojos y no volver a abrirlos.
Un día Felipe contemplaba feliz su reflejo en un charco de agua formado debajo de la banqueta.
—Hola, Felipe—, lo saludó Mafalda —¿qué haces mirando ese charco?
—Estaba dejando mi imagen en esta agua—, respondió Felipe, ingenuo y cándido—. Así, cuando se evapore, cada gotita llevará un poco de mí a todo el aire de la ciudad.
Entonces pasó un carro y les echó encima el agua del charco. Todavía escurridos, le preguntó Mafalda:
—Y aparte de eso, ¿en qué otra cosa interesante andas?
A veces contemplamos la vida con ingenuidad, y la desgracia viene a ofrecernos su absurda y burlona mueca de realismo. La vida no es fácil ni viene con garantía de inmunidad.
A lo largo de su historia, el pueblo de la Biblia vivió también estos momentos: la esclavitud en Egipto, la marcha por el desierto, en la que murieron muchos, incluyendo Moisés, que la vio de lejos, pero no la tocó con sus pies; la invasión de Nabucodonosor, el destierro en Babilonia, donde el pueblo se sentaba a las orillas del río a llorar con nostalgia por la ciudad santa de Jerusalén y de su templo, destruidos por los invasores, que los veían con la desconfianza y la soberbia con que vemos a los extraños y a los derrotados; la desilusión de ser nuevamente invadidos una vez que lograron volver a su tierra, primero por los griegos y después por los romanos.
En la Iglesia a veces tenemos una visión muy simplista y muy triunfalista de la historia. Con frecuencia olvidamos los dolorosos y difíciles comienzos del cristianismo. Los primeros seguidores de Jesús murieron sin estar plenamente conscientes de ya no eran judíos, sino cristianos. Para ellos fue confrontante, desesperanzador para más de uno, ver cómo eran expulsados de las sinagogas por su fe en que Jesús era el Mesías prometido por Dios a su pueblo, Mesías e Hijo de Dios, al tiempo que Roma los asesinaba por no reconocer al César como rey y señor, sino sólo a Jesús, entregándolos a los leones para servir de burla y espectáculo para el pueblo de Roma.
Pedro murió sin saber que había sido el primer Papa; y Pablo fue degollado sin conciencia de que era príncipe de la Iglesia. Pero seguro ellos y los demás mártires, como Esteban, murieron teniendo en la mente y el corazón la imagen del Señor Jesús, muerto en la cruz y levantado de entre los muertos, que venía a ellos en gloria y majestad, con la prontitud del amor.
En la hora de la derrota, del dolor y de la desesperanza, solemos pensar que nada tiene sentido, que lo que construimos con años de sudor y sacrificio, otros lo derriban de un momento a otro, vemos que, como pasó con el templo de Jerusalén en el año 70, no queda piedra sobre piedra. Vemos impotentes cómo el sol y la luna; es decir, las luces que nos dieron seguridad en nuestras primeras y largas noches se apagan, como sin nunca hubieran existido; que los héroes de nuestras vidas, como papá o mamá o los médicos, o quien sea, de repente no está o no puede hacer ya nada, como estrellas que se caen de nuestro cielo.
Hasta de rezar nos cansamos. Pero el Señor Jesús nos pide confiar plenamente en su Palabra. Por supuesto, nunca fue la intención de Jesús pretender hablar del fin del mundo ni de la concatenación de eventos que se sucederán en el universo dentro de unos cuantos miles de millones de años, según los cálculos de los científicos. Lo que la Palabra del Señor quiere es afianzarnos en la valentía, en la fidelidad y en la esperanza; en la certeza de que detrás de todo, cuando nuestro mundo se oscurece y se derrumba, viene el Señor Jesús, el Hijo del hombre; es decir, el Hijo de Dios solidario de nuestra humanidad hasta el extremo de la cruz, hasta la muerte cruel, violenta, humillante, injusta y temprana. El Señor quiere que en el momento de la cruz no nos falte la visión del Cordero degollado reivindicado y levantado por encima de la violencia y la prepotencia de sus verdugos. El Señor nos recuerda que Él reescribe y narra la historia desde la cruz, como historia de un triunfo inusitado y desconocido en esta historia, sin la opresión de los poderosos ni las burlas de los altaneros.
El Señor se nos ofrece a sí mismo como la meta de todo y como el principio de un nuevo reino y de una nueva humanidad. Puede parecer poco, pero lo es todo. Cada año, al iniciar el recorrido de nuestro viacrucis en la parroquia. las comunidades del Camino Neocatecumenal cantan el salmo: “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.” Es conmovedor. Jesús va con la cruz a cuestas, frente a sí no tiene más monte que el monte donde morirá colgado de una cruz, como los malditos y, sin embargo, sabe que ése será el momento de gloria en que el Padre estará más íntimamente con él, que será el momento del abrazo con mayor amor, el momento en que por fin la historia cambiará de rumbo y se contará de otra manera. Cuesta creerlo. Pero la fe invita a confiar siempre en Dios y a soñar con su triunfo por encima del dolor y la soledad.
En algo tenía razón el Acuchillador. Aunque no supiera por qué, por Jesús, en su cruz y desde ella, le hemos robado la vida a la muerte, y no somos no simples supervivientes. Nosotros, los bautizados en misterio pascual de Jesús, somos eternos.
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