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Siempre y en todo lo mejor. Fe y misión

Cuando yo daba clases a los formandos josefinos en propedéutico, me sentía como el Profesor Dumbledore, comunicando a mis alumnos toda la sabiduría acumulada en la congregación, pero dadas los provocativos estímulos intelectuales que les daba, ellos piensan que más bien me parecía a Severus Snape. A veces les hacía algunas “inocentes” preguntas al estilo de las del P. José Rubén Sanabria; y la última, ¡inocentísima! A veces lanzo también inocentes preguntas a la feligresía, y una inocentísima. Cuando pregunto quién ha leído completos los evangelios, dos o tres levantan la mano, cual si estuviera predicando para grupos de monjes tibetanos. En cambio, cuando pregunto quién conoce el Catecismo de la Iglesia Católica, un número más respetable levanta la mano, y eso es muy propio de nuestra Iglesia, que conocemos todo menos el evangelio, triste y vergonzosamente.

Pero las manos se van abajo unánimemente cuando pregunto por las cuatro partes que vertebran el Catecismo, que son las cuatro dimensiones en que se despliega la fe: la fe creída, la fe orada, la fe vivida, la fe celebrada. Dios que nos crea y se nos revela, se comunica a su pueblo y, por amor a nosotros y por nuestra salvación, se encarna en Jesús, el Hijo (fe creída). Dios, que es Palabra, quiere dialogar con nosotros, por eso, espera nuestra respuesta, espera que tratemos de amistad con él (fe orada). En esta dinámica de diálogo, el Padre nos muestra su voluntad, de manera intensa y especial en la predicación del Reino, en las palabras y gestos de Jesús, llevados al extremo del amor en la cruz, confiando en que amemos como Jesús (fe vivida), cuya vida plena y cuyo señorío sobre la historia celebramos en los sacramentos, fiestas de vida y de amor sin limites para todos los hijos de Dios (fe celebrada).

En Y dijo, un bellísimo relato del poeta Erri de Luca sobre Moisés, el narrador nos dice que Moisés, tras bajar del Sinaí, “no recordaba, se palpaba el cuerpo, se palpaba el cuerpo, los huesos que sobresalían de la piel hueca. Al apretar con la yema quedaba el hoyo. Recorría con los dedos su esqueleto buscando el rastro de lo que le había producido el desvanecimiento. El cuerpo recuerda más que la cabeza y que su almacén de la memoria”. Lo mismo pasa con la fe. La fe no es un compendio de preguntas y respuestas que puede memorizarse en unos días para olvidarse luego en otros tantos. La fe necesita incorporarse; es decir, tiene que hacerse un solo cuerpo con nosotros. Necesitamos así mismo hacernos un solo cuerpo en la Iglesia, que es el Cuerpo único del Hijo. Ahí es donde más plenamente recibimos la fe, la oramos, la vivimos y la celebramos. Incorpar la fe e incorporarnos con la Iglesia no es algo fácil ni rápido. Pero ha de lograrse. 

Hace unos días me decía el P. Albino, misionero en Angola, que los angoleños piensan que ha de ser muy bonito vivir en México. Yo pensaría que por nuestros tacos al pastor. Pero no, ellos piensan que al ser nosotros todos católicos, aquí no hay violencia, ni robos ni corrupción. ¡Qué pensarían los angoleños viendo las escenas de la caravana de hondureños queriendo entrar a nuestro país, y nuestros paisanos tratando de contenerlos como si se tratara de animales y no de hermanos nuestros! ¿Dónde quedó nuestra fe creída, si no somos capaces de reconocer en ellos a hijos de Dios, bautizados como nosotros, la inmensa mayoría de ellos? ¿Dónde nuestra fe vivida, si no somos capaces de acogerlos como hermanos, a quienes podemos pedir papeles y un estatus migratorio, sólo después de no permitir que mueran de hambre y de desesperación? ¿Qué decimos a Dios frente a ello, qué celebramos y con qué cara este domingo en su presencia?

Además del Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND), este 21 de octubre se cumplen 156 que el P. José María Vilaseca, Fundador de la Familia Josefina, hizo el voto de amor, de hacer siempre y en todo lo mejor. Dos conmemoraciones importantes, cuya conjunción me habla de un solo mensaje: que sólo es digna de ser anunciada y  celebrada la fe que se vive radicalmente, no la fe mediocre de quien apenas cumple; la fe mediocre, superficial o vacía de quien ni ve a Dios en ninguna parte ni es capaz de conmoverse ante nada ni nadie y, por lo tanto, ni ama ni es feliz según la perspectiva del Reino de Dios. 

Hace pocos años, uno de cada cinco habitantes del planeta era católico, hoy somos el 17%; uno de cada dos cristianos era católico, hoy dos de cada tres; hoy somos menos de la mitad de los habitantes del continente. En México, en cien años pasamos del 99.5% al 82%. Mucho habrá detrás de los números y su explicación. Lo cierto es que vamos a la baja. Pero mucho dice que mientras el 5% de los chinos, que son católicos, vivían su fe de manera clandestina hasta hace unos días, y aún esconden sus Biblias, porque su posesión es ilegal y se paga con cárcel, nosotros nos damos el lujo de elegir celebrar o no la Eucaristía, llegar tarde, recibir por celular el recado de comprar guacamole para la comida mientras se proclama el evangelio, y ni qué decir de nuestro compromiso con la justicia social, para que la Mesa del Reino sea una sacramento también de nuestra organización comunitaria. Si el domingo es un día más y no es ya el día del Señor; si el año no se vive en la dinámica de recordar el misterio de la vida de Jesús, el Señor; si no traemos la fe calada hasta los huesos, ¿qué comunicaremos al resto del mundo?

Sobre la subida de Moisés a la montaña, escribe Erri de Luca: “Un silencio de cueva lo inunda todo, se atenúan los pasos incluso sobre la grava, la respiración es mitad sorbo, la piel confunde el sudor con el agua vaporizada en la niebla. Escalar a través de la nube hace sentir el cielo como una segunda piel.” Lo mismo pasa con la fe. Si se vive en plenitud, si no es sacrificada en la mediocridad, nos ponemos en camino por la montaña, nos adentramos en la nube del misterio de Dios y revestidos por el cielo como si de una segunda piel se tratara, nos descubrimos hermanados con la humanidad y, contemplándolo desde las alturas, el mundo nos parece demasiado vacío si no hay en él un espacio para Dios y para su Reinado. Ahí, en la montaña, es donde el Señor Resucitado nos envía con la fuerza de su Espíritu para anunciarlo y servirlo en las muchas cruces donde el mismo Señor nos espera. 

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