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Saber comer

Marcos 7,1-23

No es que yo sea payaso, sangrón, se dice también a veces, pero me ponen una rebanada de pizza enfrente, y en automático busco unos cubiertos. Así crecí. Por supuesto, que las veces que he ido de misiones, o cuando alguien me invita a comer a su casa, soy muy respetuoso de comer como ahí se come. Algunos se rigen por manuales tipo Carreño, otros por lo que los abuelos y los padres nos han enseñado, lo cierto que a comer se aprende, a pesar del hambre. A mí María Briseño me enseñó muchas cosas en esto de saber comer según las reglas de etiqueta, cuando era un joven estudiante que iniciaba la licenciatura. Casi todos los sábados, después de la sesión del club del lectura, nos íbamos a comer a lugares de toda índole, desde mercados hasta lujosos restaurantes en los que las mesas están llenas de platos, copas y cubiertos como si fueran catálogo, y uno se sienta y no sabe qué hacer. 

La primera de esas ocasiones, fuimos precisamente con fines estrictamente pedagógicos, más que degustativos. Así que nos sentamos, nos colocamos las servilletas; María hizo la selección de platos, el mesero tomó la orden; y mientras esperábamos, me recomendó un taco con la salsa verde que ya teníamos al centro de la mesa, que según estaba deliciosa. Así que agarré la tortilla, la extendí sobre la palma de mi mano izquierda, creo que hasta la ahuequé con el golpe de canto de la mano derecha, cuando María, con una ternura y una deferencia dignas de elogio, posó una mano sobre la mía, al tiempo que me preguntó: “¿te puedo enseñar algo?” Y me enseñó a colocar la tortilla sobre el primero de los platos, a doblarla y partirla con los cubiertos propios de esa tarea. Y, por supuesto, que el taco me supo a mucha vergüenza, pero aprendí la lección. La de hacer el taco pero sobre todo, la de la deferencia. Porque íbamos a aprender, y porque cuando me salió lo barrio que todos llevamos dentro, en ningún momento fui humillado. 

Nuestra manera de comer nos delata. Nadie come solo. Los que así lo hacen, simplemente se alimentan. Comer implica a otra persona, relacionarnos con ella por medio de la comida. En la narración de san Marcos, luego de la multiplicación de los panes, Jesús camina sobre el agua, lo mismo que en Juan; después, a diferencia del evangelio de Juan, Jesús continúa con su actividad curativa. A Juan le interesaba dejar clara la identidad de Jesús con el Pan de Vida, y del Pan con la Carne de Jesús; a Marcos, en cambio, que la comunidad cristiana sepa comer el Pan; es decir, relacionarse con los demás a la manera de Jesús. Es el sentido de esta secuencia narrativa. 

Fariseos y escribas critican a los discípulos porque comen sin lavarse la manos como ellos. No es solamente un signo de higiene. Es el ritual de la pureza. Razones para defenderla no les faltan: es la tradición de los antepasados, que ellos cuidan y observan celosamente. La respuesta de Jesús es dura: denuncia un comportamiento superficial, idolátrico, pues se ha hecho a un lado la voluntad de Dios para poner en su lugar una tradición ritual. La voluntad de Dios es el amor, el amor ágape, no necesariamente el amor eros ni el amor filía; es decir, no se trata de que todos nos gustemos o todos nos caigamos bien, sino de que todos seamos capaces de compartir la misma mesa y el mismo pan. De que nadie se quede fuera, excluido, como un impuro, como un apestado, como un proscrito; y que nadie se quede con hambre, sobre todos los que la sufren de siglos, tantos que parece que se han acostumbrado a ella. 

Y nada puede estar por encima de este amor, ni siquiera y mucho menos en nombre de Dios. De ahí el duro reproche de Jesús a quienes en la ofrenda que dan al templo para no ayudar a sus padres. Dios no puede estar por encima de la misericordia porque el nombre de Dios es misericordia. Por eso es importante leer toda la secuencia, sin las inexplicables omisiones de los liturgistas. Esta semana leí Merlí, la versión novelada de la serie. La leí a pesar de que sabía que no me gustaría más que la serie, pero aún así la leí. Y aunque tiene frases bellísimas y sirve para recordar la serie en su conjunto, ¡no tiene escenas fundamentales ni las escenas que a mí más me gustaron! El paseo de despedida de Bruno con Merlí, su padre, antes de irse a Roma fue bellísimo; la despedida de Joan con su padre tocando las campanas en la iglesia donde éste fue monaguillo cuando era niño, tocándolas en la noche, a unas horas de morir, fue por decir lo menos, conmovedora. Yo lloré con las dos. Y ver que no aparecen en el libro, merece que no lo perdone, pero me obliga la caridad cristiana. Lo mismo me pasa con esta escena del evangelio. No entiendo cómo se puede suprimir el primado de la misericordia, del amor, de la comida, por encima del ritualismo tradicionalista, vacío y estéril.

En el intercambio de opiniones con unos y otros, Jesús tiene que aclarar que lo importante no es la pureza de las manos, sino la pureza del corazón. En la antropología semita, las manos y los pies representan nuestras acciones, pero el corazón es el centro de la inteligencia y las decisiones. Y mientras algunos ponen el acento en las acciones, Jesús lo pone en el corazón. Lo que hay que purificar es el corazón; y con él nuestra imagen de Dios. 

La Eucaristía es una comida, y eso necesariamente implica saber tratarnos entre nosotros, de lo contrario no podremos entrar en relación con Dios. Pero a veces nos parecemos más a los fariseos y a los escribas, obsesivos de las normas y los rituales, hipócritas que viven de apariencias, y lejos de Dios. Es triste que mucho de nuestro comportamiento religioso sea más de ritualismo que de misericordia; que nuestros ritos no sean expresión de lo que en verdad vivimos; que los discípulos de Jesús no entendamos bien a bien que lo importantes no es tener tanto las manos limpias, sino el corazón limpio. Y eso sólo se consigue con pura misericordia. Lo que sin duda nos hace comprender que si tragar es de animales y comer de humanos, participar de la Eucaristía nos lleva al nivel de Dios.

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