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Nuestra Sra. del Consuelo: El día antes de la felicidad

Juan 19,27-29

“Levantar esta iglesia como la estamos levantando, es imposible. Pero estáis frente a ella.” La frase es impactante, y aparece en el thriller de la serie de La catedral del mar, basada en la novela homónima de Ildefonso Falcones. No sé bien a bien quién la dice, supongo que el arquitecto Berenguer de Montagut, a los habitantes de Barcelona, y al gremio de cargadores que levantan, con orgullo, lo que con el tiempo sería la actual Basílica de Santa María del Mar, en Barcelona. Se refieren, por supuesto a la impresionante arquitectura del lugar. Me consta. Bien dice Erri de Luca: “Las personas, cuando se vuelven pueblo, causan impresión.” Santa María del Mar es impresionante. Yo sigo impresionado. Pero si esto se dice de un templo, ¡con mayor razón puede decirse de la verdadera Iglesia, la que formamos los bautizados!

Levantar esta iglesia, como la estamos levantando, sobre el cadáver de un crucificado al que confesamos vivo; muerto ante la mirada imponente de su madre viuda y sola, es imposible; imaginar un nivel más bajo de humillación y de impotencia es imposible. Levantar una iglesia así es imposible. Pero estamos frente a ella. La Iglesia se levanta, como María, desde la contemplación del Hijo en la cruz. La Iglesia se levanta en el abrazo con la víctima, en la humillada solidaridad con los débiles; la Iglesia se levanta ahí donde el silencio acoge todas las preguntas y el corazón se calla, esperando todas las respuestas. Ahí donde la mirada de la fe rasguña lo que no puede alcanzar lo mirada del tiempo. Lo que sólo puede esperarse, pero no exigirse; lo que sólo puede acogerse, pero no arrebatarse. Lo que contempla la mirada de la madre del Señor; lo mismo que desde siempre, aunque no lo comprenda, guarda en su corazón.

Unos se burlan por la muerte de uno al que creen un iluso, “pobre tonto e ingenuo charlatán”, como canta José José. Otros se alegran por el ajusticiamiento de uno al que tienen por blasfemo. Ella, la Madre, en cambio, recoge en el pañuelo de sus manos las lágrimas de sus ojos para que cuando llegue el día la victoria, no se le olvide ser agradecida con el Dios que soportó el dolor con ella, con el Dios que la abrazó en su soledad, con el Dios que le habló en el silencio, con el Dios que le hizo comprender que el hijo humillado y abajado sobre la muerte, sería un día levantado y reivindicado, venciendo la arrogancia de los soberbios y humillando el poder de los poderosos. Ahí está, de pie, aguardando la hora en que como la sierva que es, salga al encuentro de su Señor que vuelve en medio de la noche, como un ladrón que viene para robarse eternamente su corazón.

Pasó al zorro del Principito, cuando le enseñó lo que era la amistad. “Si me dices, por ejemplo, que vendrás a las 4—, le dijo—, yo seré feliz desde las 3.” Ésa es la fe, y ésa es la esperanza, la valentía de confiar en el amor, y seguir viendo al horizonte aguardando la hora en que vuelva a salir el sol; añorando el momento en que lontananza, asome primero una silueta, luego un rostro, después una mirada y una sonrisa y, finalmente, unos brazos ansiosos que se abren y vienen a nuestro encuentro; el momento en que la espera se rompe en llanto de puro júbilo, y todas las palabras, una a una, humildemente se hacen a lado porque ni todas juntas, ni bailando ni cantando, pueden expresar la música que hace latir el corazón.

El día antes de la felicidades el título de un bellísimo relato del poeta italiano Erri de Luca. En ella, don Gaetano y un pequeño que juega de portero y es tan chico y tan flaco que cabe en el escondrijo en que se ocultó un judío en Nápoles, en tiempo de la Segunda Guerra Mundial. Don Gaetano es albañil, electricista y portero en un viejo edificio. Sabe leer los pensamientos, cuenta su historia y la del judío al pequeño. Le cuenta cómo fue que un día seis napolitanos se organizaron para defender a su pueblo de los nazis, y juntos, ellos solos, hicieron retroceder al ejército que había conquistado media Europa. Fue un día de septiembre, un día antes del año nuevo judío, y el hombre del escondrijo pidió a don Gaetano lanzar una piedra al río, en recuerdo de la libertad de su pueblo cuando cruzaron el Mar Rojo. Fue un día antes del primer día de la recobrada libertad en Nápoles. Fue el día antes de la felicidad. 

Todos lo conocemos. Nuestra Señora, la Madre del Señor, nuestra Madre del Consuelo, también lo conoció. El día antes de la felicidad. Fue el día de la Cruz. El día antes de la resurrección. A pesar de sus lágrimas, o quizá porque éstas le limpiaron la mirada, supo ver y aguardar la llegada del día de la felicidad. La vida no es fácil. Un día eres dueño de tu cuerpo, y al día siguiente un accidente, un virus o un cáncer, te recuerdan que tu cuerpo no es tan tuyo, que el tiempo es un atleta egoísta, altanero y ambicioso, que nos arrebatará la estafeta y seguirá corriendo sin nosotros; que esta vida que tan celosamente cuidamos tiene fecha de caducidad. Sabemos que el dolor existe, que la enfermedad existe, que la violencia existe, que la cruz existe. Que por más ganas con que nos levantemos el lunes, nos alcanzará el viernes. 

—Son cosas que pasan el día antes—, dijo don Gaetano.
—¿El día antes de qué?— le preguntó el pequeño.
—El día antes de la felicidad.

Podemos lamentarnos por lo peor y echarnos muertos en la tierra, como los animales. Pero los hijos de Dios no morimos, resucitamos. Porque detrás de la muerte viene la vida, la verdadera, la que no se acaba ni se destruye, la que no insulta ni rasga el corazón con la muerte. La que es de Dios y Dios mismo nos comparte. La que se contempla y se espera cuando se está de pie junto a la Cruz, como María. La que entrevé el domingo cuando todavía es viernes; la que es valiente para ser fiel y para saber callar las preguntas que lastiman cuando no tenemos las respuestas. 

“Un soldado que no teme a la muerte, es un valiente. Pero un hombre que teme a la vida, es un cobarde. ¿Cuál de ellos eres tú?” Es pregunta que se escucha en el thriller de La catedral del mar. No hay vida sin cruz, a los cobardes les asusta; los valientes la abrazan, aguardando con la mirada fija en el horizonte. Porque no hay cruz que no sea siempre a un mismo tiempo, el día antes de la felicidad. 

El mar se mide por olas, el cielo por alas, nosotros por lágrimas, dice Jaime Sabines. Cuántas, es cosa que no importa. Lo que importa es caigan en el dulce pañuelo que lleva en sus manos la Madre del Señor, el tierno y esperanzador Consuelo que Dios nos ha dado para saber vivir el día antes de la felicidad. 


                       Consuelo que lleva a Dios,
                       eres luz, eres guía.
                       Te pido, Madre mía,
                       me lleves en tu corazón.

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