Marcos 7,31-37
El 10 de noviembre de 2007, en Santiago de Chile, tuvo lugar el pleno surgimiento de un nuevo síndrome que de tiempo atrás ya se manifestaba. No sabía entonces que yo mismo me contagiaría del mismo, que a partir de entonces tuvo nombre de prosapia y linaje. Sucedió cuando el entonces Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, hablaba y hablaba en contra de José María Aznar, ex Jefe de Gobierno español; su perorata iba en contra del entonces Jefe de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, hasta que, harto como más de uno en esa sala, el Rey Juan Carlos, gritó a Chávez: “¡¿Por qué no te callas?!” Nació entonces el síndrome del Rey Juan Carlos, que se refiere a la incapacidad de escuchar una y otra vez las mismas necedades. A mí contagió en su variante religiosa: la de, quien además de no aguantarlas, quiere espetar el grito del Rey a los niños gritones en misa, a las mamás y papás que hablan más que sus hijos, a las personas “muy correctitas”, diría Bere, que en realidad no lo son, que salen de misa molestando a todo el mundo para contestar su celular, que suena cada vez más fuerte; algunas hasta dicen: “¡no puedo hablar, porque estoy en misa!, ¡que no puedo hablar porque estoy en misa!” Y es mentira, si estuvieran en misa, estarían escuchando la Palabra del Señor.
Lo cierto es que no sabemos escuchar. El relato del evangelista san Marcos nos presenta la interesante escena de un personaje incapacitado para escuchar. Hoy en día es complicado que escuchemos. Nos estresa la familia, el trabajo, la escuela; nos saturan el ruido, el estrés, los medios de comunicación, la economía, la violencia, etc. Pero no sabemos escuchar. Hace poco, en su catequesis de los miércoles, el Papa Francisco recordaba a la gente que los minutos que llegamos antes de la Eucaristía no son para perderlos cuchicheando con las personas que están junto a nosotros en la banca, sino para guardar silencio disponiéndonos al encuentro con el Señor.
Yo siempre vivo pensando
cómo serás si es que existes;
de qué esencia te revistes
cuando te vas entregando.
¿Debo a ti llegar callando
para encontrarte en lo oscuro,
o es el camino seguro
el de la fe luminosa?
¿Es la exaltación grandiosa,
o es el silencio maduro?
Y en verdad, quien quiera encontrar a Dios, como quien quiera encontrarse de verdad con otro o consigo mismo, debe aprender a ir y llegar callando, con el silencio maduro.
Hay quien afirma que uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es que nos educan para responder y refutar lo que los demás nos dicen, no para comprender lo que nos dicen. Para comprender hay que escuchar, y para escuchar hay que guardar silencio. Alguna vez, Susanita gritó a Manolito: “¡Botarate!” Luego continuó: “No te enojes, Manolito, ¿acaso cuando seas grande no vas a tener una cadena de supermercados, y no vas a ser todo un ejecutivo?” Respondió Manolito muy enojado: “¡Sí” ¿Y?” Replicó Susanita: “Y bueno, un ejecutivo debe tener sentido autocrítico, y si yo te insulto es para ayudarte a ampliar tu vocabulario, así podrás autocriticarte mejor, ¿comprendes?” “Comprendo” dijo Manolito. Luego, viendo irse a Susanita, se preguntó: “¿comprendo?”
¿Comprendemos qué es la Palabra de Dios, su proclamación en el Evangelio, cuando la acogemos de pie, lo mismo que recibimos la comunión? ¿Comprendemos que cientos de hermanos nuestros desde el inicio del cristianismo hayan dado la vida antes que entregar las Escrituras a los romanos para que fueran quemadas? ¿Comprendemos que es Dios mismo, la Palabra hecha carne, la que se nos ofrece en la Eucaristía? Y si comprendemos, ¿porqué tan fácilmente la hacemos a un lado y la cambiamos por el celular y las redes sociales? ¿Por qué llegar tarde a la Eucaristía cotidianamente, justo durante las lecturas, y saludarnos como si se estuvieran voceando los precios de los productos en el mercado? ¿Comprendemos?
Si no comprendemos la Palabra, si no la escuchamos, tampoco tenemos nada que decir. Es lógico. Para poder responder y dar a alguien una buena palabra, una palabra de aliento, una palabra que esa buena noticia, hay que primero comprender, y para eso, hay que primero escuchar. La imagen del sordo y tartamudo es elocuente, si no es capaz de comprender, ¿qué puede decir que sea noticia?, ¿qué puede decir que aliente el ánimo, la fe, la esperanza de quienes buscan ser comprendidos? Por poner un ejemplo, y sólo por poner un ejemplo, ya sabemos lo que es un aborto; sin embargo, lo que necesita una mujer que piensa abortar o lo ha hecho, es ser escuchada, comprendida. Quien condena, no ha comprendido.
O puede ser que nos resulte mejor y más cómodo no escuchar a Dios porque su Palabra nos inquieta, nos interpela, nos confronta, incluso nos violenta. La misma Guadalupe Amor escribe en la presentación de sus Décimas a Dios: “Busqué su cielo, olvidándome de su presencia. Después fue su ausencia lo que me inquietó. Sí, por mera comodidad, deseé fervientemente que no existiese.” Por mera comodidad. Porque amar como ama Jesús, hasta el extremo de Jesús, es incómodo. Preferimos no amar, no perdonar, no arriesgar, no salir al encuentro de alguien. El amor incomoda.
La película De Dioses y hombrescuenta la historia de una comunidad de monjes trapenses que disciernen su permanencia o su retirada de Argelia, frente al fanatismo musulmán. Cuando presentan a los aldeanos musulmanes, a quienes atienden de muchas maneras, que son pájaros que dejarán la rama para volar, una mujer responde: “Nosotros somos los pájaros y ustedes son la rama”. Un monje joven se queja ante el prior: “¡No me hice monje para que me mataran!” Le respondió: “¡pero si ya has entregado la vida!” Amar como ama Jesús no es fácil. Timothy Radcliffe cita al teólogo dominico Herbert McCabe: Si amas, probablemente te maten, pero si no amas, ya estás muerto.
La ventaja de escribir en lugar de hablar, es que si estuviera hablando, probablemente alguien ya me estaría echando en cara la célebre frase del Rey Juan Carlos.
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