Juan 15,9-17
“Alfredo es un tipo muy querible”, dice el amigo Adrián. Y tiene razón. Desde que uno lo conoce se siente el imán de su empatía. Alto, fornido —aunque cuando lo conocí no lo estaba tanto—, fuerte, a consecuencia de su entrega al deporte. Jugaba entonces con mucha pasión, con mucha inteligencia y con la nobleza de quien piensa primero en el equipo antes que en sí mismo. Generoso siempre, sin duda. Es un amigo que sabe cuidarte. A mí ir de misiones con él me daba mucha seguridad, es el típico amigo que sabe orientarse siempre, que maneja hábilmente, el que sabe de máquinas y herramientas, el que me enseñó a agarrar la pala y el machete “porque a ti estas cosas no se te dan mucho que digamos”, no sin reírse previamente. Y bromista, mucho. Alguna vez me fue a mi cuarto a plantearme algunas dudas de un examen que tendríamos al día siguiente. Tocó la puerta, y se paró con aire de guarura enfadado:
—Maiki— vengo a que me expliques o a que me dejes copiar mañana en el examen.
—¿Y si no quiero?— le dije en total tono de broma.
—¿Y si te rompo el hocico?— me contestó, inclinando un poco la cabeza y sonriendo. Su rudeza es muy tierna.
Era una frase muy suya. Alguna vez pasó junto a él el P. Canche, que era el rector, y saludó a Alfredo diciéndole:
—¡Gordura!
—Hola, Padre—, le respondió. Después pasó el Gabo a burlarse con el mismo saludo.
—¡Tú qué! ¡A ti sí te rompo el hocico! Yo desde entonces me acuerdo y me gana la risa.
Alfredo, Adrián, Coy y yo salíamos siempre juntos del seminario para ir a clases a la Universidad. Rara vez llegábamos temprano. Pensábamos que era mejor llegar bien desayunados que salir corriendo rumiando el desayuno. Además, lo único que evidenciaba que llegábamos tarde era que Coy y yo éramos los primeros de la lista, y había compañeros que llegaban después que nosotros y hacían acto de presencia justo a tiempo para decir “presente”. Alfredo, por ejemplo, que se apellida Reyes, nunca llegó tarde. Una de esas mañanas, yendo a la universidad con su pantalón de mezclilla y sudadera roja, con su morral al hombro, Alfredo se me emparejó en la calle y me dijo:
—Maiki, ¿me das la mano?
—¿Eeeh?
—En Angola los amigos se dan la mano.
Lo sabíamos porque teníamos hermanos de congregación que venían de Angola a hacer su noviciado con nosotros en México. Eso decían ellos.
—Ni tú ni yo somos angoleños. Ni estamos en Angola. ¡Tás loco! (como decía el P. Fernando).
En Angola los amigos se dan la mano. En Italia, se saludan de beso, y dos. En el evangelio nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y Jesús nos ha llamado amigos. Nos une la amistad con el Señor. Dicen algunos “maloras” (terminología chilanga) que los amigos son la manera en que Dios se disculpa con nosotros por algunos parientes. Quizá Jesús sea el amigo con el que Dios se disculpa con nosotros por tantos “profetas” y “ministros” que no han sabido hablar de Dios ni hacerlo presente con gestos concretos de amor, compasión, misericordia, alegría; de esos capaces de arrancar carcajadas al corazón, pulir el brillo de la mirada y expandir la sonrisa como vela de barco que emprende el viaje con la esperanza de no anclar hasta alcanzar el horizonte. Jesús lo hizo.
Dicen otros que sólo los amigos son capaces de olvidar inmediatamente lo que han dado y de no olvidar nunca lo que han recibido. Jesús lo hizo. Me asombra la capacidad que tenemos muchos en muchas partes, aun en la Iglesia, para recordar a Jesús todo lo que le hemos dado, todo lo que le hemos ofrecido, todo lo que hemos rezado, de todo lo que nos hemos abstenido en su nombre, y reclamarle todo lo que merecemos y no nos ha dado. Y olvidamos que ya en Jesús mismo todo Dios se nos ha dado, como vino de fiesta, como luz del mundo, como pan de vida, como agua de vida eterna, como camino y verdad, como resurrección. Su Cuerpo partido y su Sangre derramada en la Cruz, que nos sigue dando a pesar de lo poco que damos y de lo mucho que regateamos. Su vida, su amistad, su salvación. Sin rencores. Como amigo.
Todos los manuales de cristología hablan de Jesús como profeta, como mesías, como terapeuta, como maestro, como Hijo de Dios y Dios mismo. Pero poco hablan de Jesús como amigo. Yo he podido acercarme mejor a Jesús y comprenderlo desde mis experiencias de amistad. En la boda del Coy entendí la alegría de los amigos del novio, y que Jesús convirtiera el agua en vino para que no acabara la fiesta. Tras el asesinato de mi amigo el laminero en Guadalajara, comprendí la humanidad de sus lágrimas y de su dolor frente al sepulcro de su amigo Lázaro. Cuando Kisko me dijo a sus cinco años que era su amigo supe por qué quería a los niños y pedía que los dejaran acercarse a él para bendecirlos; cuando personas mayores vienen a pedirme la bendición o a regalarme unas galletas para mi café, comprendí su solicitud por las viudas.
Los amigos son veraces. Dicen que Oscar Wilde dijo que los amigos son aquellos que te apuñalan de frente. No son cobardes ni traidores, y aunque en el momento nos duela, es mejor que nos hablen de frente antes que los demás nos lastimen o nos lastimemos a nosotros mismos. Los amigos son exigentes, y está bien, porque nos quieren nos ayudan a sacar lo mejor de nosotros mismos. Lo mismo hizo Jesús. A la adúltera le perdonó su pecado, pero la invitó a no volver a pecar. Después de todo, lo que nos pide Jesús es que nos amemos con el mismo amor con él nos ama. Es decir, que seamos una comunidad de amigos que se aman de la misma manera en que él nos amó a nosotros. Que sepan alabarlo y pasar como él haciendo el bien como un amigo a un amigo.
Justo el día del libro, el 23 de abril pasado, pedí a Benjamín el arquitecto un nuevo librero porque el que tengo ya no es suficiente. Le dije que era el día del libro, y el infame me dijo que si les iba a llevar un pastelito a cada uno. Miguelito llamó un día a Mafalda, para invitarla a jugar con él porque estaba solo y aburrido. Ella, muy mona con su sombrero y su bolsa, declinó la invitación porque iba a salir con su mamá, pero le sugirió tomar un libro, porque un buen libro es un buen amigo. Así que Miguelito fue al librero, tomó un libro, se sentó en una silla, colocó el libro junto a él, y le preguntó: “Bueno, ¿a qué querés que juguemos?” Dicen algunos que los amigos son como los libros, que no necesitas tener muchos, sino sólo los mejores. En mi caso no es válido, yo necesito tener muchos libros. Pero los amigos no son muchos ni pocos, tampoco son buenos ni malos. Son amigos, sin etiquetas. No significa que sean perfectos, porque son personas con historias y con límites, pero son amigos. Ahí están, amando a su manera, siendo fieles, veraces y misericordiosos. Los amigos siempre perdonan, como Jesús, que perdonó la infidelidad de la adúltera, la debilidad y las negaciones de Pedro y la traición de Judas. Algunos se tardan más. Pero el amor siempre perdona.
Dicen que dice un proverbio japonés que quien ríe mucho pasa el tiempo entre los dioses. Yo con mis amigos río mucho. De ellos he aprendido mucho, sobre todo a conocer a Dios. El tiempo que paso con ellos es tiempo pasado en el amor de Dios. Y cada vez que lo recuerdo, el corazón se me estremece de gratitud. Con ellos y con Jesús, que me ama en ellos.
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