Ya lo decía Merlí desde el primer día, hay preguntas que todos nos hacemos, inevitablemente, en algún momento. Entre las más recurrentes, estas tres: de dónde venimos, adónde vamos, qué somos. El estado actual de la ciencia, con todas las maravillas y fascinaciones que continuamente nos ofrece, lejos de responder las preguntas, las hace más acuciantes, angustiantes incluso. Pienso en un video que alguien me envió hace algunas semanas. En él se ve a una mujer joven, con el elegante vestido blanco de coctel, acostada sobre el pasto de un jardín junto a las mesas de la fiesta. La cámara la enfoca desde arriba, a unos centímetros del rostro, y después se aleja diez centímetros, luego un metro, luego diez metros y así, sucesivamente, de manera que la contemplamos a ella sobre el jardín, y ubicamos al jardín en el conjunto del vecindario, y a éste sobre la ciudad, y la ciudad sobre el planeta, y al planeta junto a nuestros vecinos del sistema solar, al sol, a la galaxia; y así, hasta elevarnos a una bagatela de diez mil millones de años luz, para contemplar un majestuoso entramado de galaxias que asemejan a la red de sinapsis que establecen entre sí las neuronas del cerebro. Algunos científicos se atreven a ampliar la imagen para mostrarnos el universo entero en forma de esfera, rodeado de otras esferas similares, a las cuales llaman “universos paralelos”.
Existan o no existan universos paralelos, según lo que se sabe, el nuestro está en expansión. De manera que lo que una cámara podría enfocar a diez mil millones de años luz, algún día lo veremos ampliado a diez billones de años luz. Frente a estas dimensiones, ¿qué somos nosotros? Nuestras escasos setenta, ochenta, cien años de vida, ¿qué son? Nuestros pleitos de vecindad y nuestras discusiones por lo que es tuyo y es mío terminan por verse ridículos. Una noche Miguelito contempló las estrellas desde la ventana de su habitación; al día siguiente expresó a Mafalda: “Anoche mirando al cielo llegué a una conclusión: Hay muchas más estrellas de las que se necesitan.” Filosófica y pragmática, Mafalda le respondió: “De las que se necesitan para qué”. Y a la noche, Miguelito volvió a contemplar el cielo. Algunos se desencantan en este punto y asumen que estamos de aquí de paso, y de paso también asumen que no existe Dios y que nuestra historia termina por ser irrelevante en el conjunto del universo. El universo está en expansión. Dicen los físicos que se expande desde que todo estaba concentrado en un único punto del universo, y un buen día hace casi catorce mil millones de años, sin que sepamos cómo ni por qué, explotó. Ahí nacieron juntos el tiempo y el espacio, y todo comenzó a expandirse hasta el día en que, en un minúsculo e irrelevante planeta que se formó hace cuatro mil quinientos millones de años, se dieron las circunstancias necesarias para que surgiera la vida, hace tres mil quinientos millones de años. Es decir, se requirieron sólo mil millones de años para el surgimiento de la vida. La vida humana tiene una edad de entre treinta y tres y cincuenta millones de años.
Si la Tierra tuviera una edad de veinticuatro horas, y se hubiera formado a la media noche, la vida en el planeta habría surgido hasta las 19:45 horas; las primeras plantas habrían aparecido a las 21 horas y los animales a las 22 horas. Los seres humanos habríamos aparecido a las 23:59 horas, y el ser humano moderno habría aparecido a las 23:59:59. ¡Apenas tenemos un segundo de vida en las 24 horas del planeta!
Pero ahí no termina el video. La cámara regresa desde su lejana lejanía (como decía el narrador de Odisea Burbujas) hasta la joven y sonriente mujer del jardín se posa sobre su rostro, luego sobre sus ojos, luego sobre el ojo derecho, desciende sobre su iris, entra en él, a los filamentos que la componen, al torrente sanguíneo que los alimenta, a los glóbulos que componen la sangre, a las células, a las cadenas de ADN, a las partículas subatómicas, al vacío que entre éstas, todo a escalas minúsculas que abarcan menos de una millonésima parte de metro. Frente al pasmo de lo macroscópico, la belleza, armonía y perfección de lo microscópico nos deja maravillados, asombrados.
Conjeturan, además, los científicos, que así como el universo está actualmente en expansión, un día también se contraerá todo, se comprimirá en un solo punto. Aunque Stephen Hawking, que de Dios goce, alertaba a la humanidad a buscar otro planeta donde vivir a más tardar dentro de mil años, los científicos calculan que nuestro sol se apagará dentro de cinco mil millones de años, lo que nos da un pronóstico de mil setecientos cincuenta millones de años de vida en el planeta en el más pesimista de los casos; los más optimistas calculan tres mil doscientos cincuentas millones de años. En este panorama, los que pronostican el fin del mundo para pasado mañana, más que miedo inspiran ternura.
Qué somos. De dónde venimos. Adónde vamos. De no ser por nuestra conciencia, seríamos poco más que nada en el conjunto del universo y de su evolución. Ya por lo pronto, sabemos que literalmente, como decían los poetas de antaño, somos polvo de estrellas. Pero la belleza, la armonía, la perfecta sincronización de todo cuanto existe tanto en lo macro como en lo micro, se explican mejor con Dios que sin Dios. La expansión y contracción del universo me parecen la manifestación de los latidos del corazón de Dios; vivimos la diástole de su corazón; y, dentro de millones de años, viviremos su sístole. Pero no son más que los movimientos de su corazón, la fuerza expansiva y abarcadora de su amor infinito que todo lo ha ido disponiendo de tal manera que en Él todo adquiere sentido. Y así como al latir el corazón envía la sangre por todo el cuerpo animarlo, de la misma manera también con sus latidos en el universo, Dios envía su Espíritu a todo cuanto existe. Lo sentimos como sienten los bebés los latidos del corazón de su madre dentro d sus vientres.
En este panorama, la ascensión de Jesús al cielo, que al fin y al cabo es lo que estamos celebrando, nos dice muchas cosas. La primera, que lo que existe viene de Dios y tiene como fin volver a Dios. Salimos y volvemos, como decía santo Tomás de Aquino. Nacidos por amor y en libertad, el sentido de nuestra vida es volver al Dios del que salimos y habitar plenamente con Él. Pero no de una manera automática, sino viviendo como Jesús, por amor y en libertad. El reto, para alcanzar la meta, que llamamos, cielo, es hacer que nuestro corazón lata con los mismos latidos del universo, que no son otros sino los del amor de Dios, los de su Espíritu. Lo podemos hacer, aunque haya que pasar por la cruz, con la certeza de que, en su inmensidad inabarcable, el universo delata un sentido que lo rebasa. A su manera, los poetas también explican la realidad, y dicen las cosas más bonito que los científicos. Jaime Sabines lo dice así:
Ahora los científicos salen con su teoría del Bing Bang… Pero, ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es un asunto sólo para agencias de viajes.
A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito de las hormigas.
De la resurrección y ascensión de Jesús al cielo aprendemos también que, a pesar de la inmensidad de lo que existe, Dios en su eternidad tiene un momento de amor exclusivo, intenso y personal para cada uno de nosotros. A los niños se les puede perder una piececita de sus legos y no pasa nada. Pero a Dios no se le puede perder ninguno de sus hijos. Nos ama a todos y nos busca uno por uno. En medio de la infinitud del tiempo y del espacio, sabe donde encontrarnos. José Emilio Pacheco, porque los poetas dicen las cosas mejor que los científicos, lo dice así:
Por alto esté el cielo en el mundo,
por hondo que sea el mar profundo,
no habrá una barrera en el mundo
que mi amor profundo
no rompa por ti.
Y en fuerza de este mismo amor, la resurrección de Jesús y su ascensión al cielo no solamente dan sentido y futuro al universo, a la historia y a los hijos de Dios que lo habitamos y la escribimos. La resurrección y la ascensión lo hacen todo inteligible desde la justicia; el crucificado fue rescatado y sentado a la derecha del Padre. Así, la justicia se nos ofrece como una de las más bellas y luminosas estrellas que unen en el horizonte el cielo con la tierra. Agostinho Neto, poeta angoleño, porque los poetas dicen las cosas más bonito que los científicos, lo dice así, a su madre, la humanidad negra:
Tus hijos
hambrientos
sedientos
avergonzados de decirte madre
temerosos de cruzar las calles
temerosos de los hombres
nosotros mismos
Mañana cantaremos himnos a la libertad
cuando conmemoremos
el día de la abolición de la esclavitud
Vamos en busca de la luz
Tus hijos, madre
(todas las madres negras
cuyos hijos se han ido)
Van en busca de la vida.
Vida en abundancia, la llamó Jesús, la que tendremos cuando los pobres coman y las víctimas sean rescatadas, cuando las madres se abracen otra vez, ¡por fin! con sus hijos desaparecidos, cuando el universo sea el vientre del que salimos para entrar la fragante y luminosa casa de Dios, a la que hoy por llamamos Cielo, y lo escribimos con mayúsculas.
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