Juan 15,1-8
Una de las secuencias que más tristeza, coraje, impotencia, frustración y todo junto me produce en la saga de Harry Potter, es la secuencia en que, traicionado, muere asesinado el Profr. Dumbledore. Aunque no fue propiamente su maestro en el salón de clases, pero sí como Director de Howarts, la escuela de magia y hechicería, Dumbledore transmitió toda su sabiduría de magia y el uso de artilugios mágicos a Harry; fue un gran maestro. Y también lo quiso y fueron grandes amigos. Por eso nos queda la doble desazón de qué hará Harry Potter en adelante, sin la sabiduría de su mentor y sin la calidez de su amistad.
También Merlí, el Merlí según la usanza catalana. Es un gran maestro. Pero también llega el momento en que se vuelve un gran amigo de algunos de sus alumnos, del Pol y del Iván, incluso de Bruno, su hijo, en una memorable secuencia antes de que éste se fuera a Roma. Suele pasar. También pasa con Jesús. En su evangelio, el Discípulo Amado nos narra lo que aconteció en la Última Cena en tres etapas o niveles: la etapa del Maestro, la del Amigo y la de la oración. En la primera etapa, Jesús da su lección, comenzando por el gesto de lavar los pies a los suyos, un gesto a través del cual Jesús comunión servicio, comprensión y amor. Desde que repito este gesto en memoria suya cada tarde de Jueves Santo lavando los pies de doce feligreses distintos a los que recrean a los apóstoles en las escenificaciones respectivas, mi experiencia es diferente: los pies me hablan de sus historias, de sus caídas, de sus esfuerzos por salir adelante, lavarlos me permite comprenderlos; besar sus pies es amar sus historias y acogerlas en el nombre del Dios de la salvación. Como hizo Jesús con los suyos.
Lo mismo que un día Mafalda, cuando empezaba a leer, escuchó la lección de su maestra: “Mi ma-má me mi-ma, mi ma-má me a-ma”, fue al pizarrón y le dijo: “La felicito señorita, veo que tiene usted una mamá excelente”. Y volviendo su silla, continuó: “Ahora enséñenos algo verdaderamente importante.” Quizá también Jesús podría sintetizar sus enseñanzas con un “Mi Padre me ama. Y mi Padre es también Padre de ustedes y los ama con el mismo amor.” Y como es la hora de las lecciones, mientras se compartía el banquete, los discípulos pudieron hacer preguntas de lo que no entendían: —Ya saben el camino adonde voy.
—No sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?
—Yo soy el camino.
Hasta que Jesús dijo: “¡Vámonos!” Y se fueron del banquete al simposio, a la hora del amigo, al segundo momento, en el que Jesús siguió su despedida ya no como Maestro, sino como Amigo. Como Amigo usó la imagen de la vid y los sarmientos, la imagen del Viñador. Entonces ya no hay diálogo sino monólogo. El Amigo necesita ser escuchado sin ser interrumpido ni cuestionado, implica un respeto y una deferencia especial. Y como Amigo, da a conocer las expectativas que tiene sobre ellos. Yo también fui maestro tres años, en nuestra casa de formación. Daba clases en el curso propedéutico. Mis materias eran Introducción a la Sagrada Escritura, Josefología, e Identidad del Instituto Josefino. Son materias fundamentales, sin duda que me apasionaban porque se trataba de mi propia vida, del sentido de la misma, y quería contagiar a mis alumnos esa misma pasión. Con algunos de ellos el tiempo me ha unido con el don de la amistad. Y es inevitable que tenga mis expectativas sobre ellos, confío ya no en que recuerden algo de lo que estudiamos, sino en que vivan apasionadamente como josefinos de Vilaseca su camino de seguimiento a Jesús, Maestro y Señor y de vida plena y que den testimonio de ello con decisión y valentía.
El lenguaje de la poda que utiliza Jesús revela la encarnizada persecución que vivían las primeras comunidades cristianas por parte del Imperio Romano, la expulsión que vivían de parte de las sinagogas. Algunos se quebraban, fallaban, eran débiles; renegaban de Jesús. Ganaba el miedo. Jesús como amigo, antes de la Cruz, antes de dejarlos aparentemente solos, expresa a sus discípulos sus expectativas sobre ellos: que se mantengan unidos a Él, siempre, fielmente, pues sin Él nada podrán. Cuentan con Él mismo a través del Espíritu Santo. En su aparente ausencia, el Amigo confía.
También nosotros, como seguidores de Jesús, como Discípulos del Maestros, como los amigos por los cuales dio la vida, vivimos días en los cuales imperan la violencia y el desencanto; entre pobreza, asesinatos y desaparecidos, no vemos claro adónde vamos ni dónde quedó el sentido de la historia. Nos cuesta vivir según las enseñanzas del Maestro. Pero el Señor Jesús espera que estemos a la altura de esta hora; que sepamos amar como enseñó el Maestro, amar como amó el Amigo. La comunión eucarística es un momento decisivo. Cuando se nos dice: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo”, estamos invitados a decir “Amén”, que significa “es verdad”. Aceptamos que el Pan y el Vino consagrados son el Cuerpo y la Sangre del Señor, es una lección que nos han dado, y la aceptamos. Pero no es suficiente.
Cuando se nos dice: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo” también se nos dice: “Esta es la vida de Cristo. Éste el Camino, el que lleva a la Vida y al Amor en plenitud. Ésta es la manera de amar de Jesús: dando su Cuerpo y derramando su Sangre.” Y al decir nosotros “Amén”, como discípulos aceptamos y reconocemos que ésta y no otra es la manera cristiana de amar. Pero también, como amigos de Jesús, cuando se nos dice: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo”, se nos ofrece su amor hasta el extremo de su Cuerpo partido y su Sangre derramada, y cuando decimos “Amén”, acogemos el amor del Amigo que se nos entregó en cada gesto de curación, de perdón, de inclusión; acogemos el amor extremo del Amigo que dio su vida por nosotros.
Aún hay más. El Maestro dio su enseñanza y el Amigo tiene su expectativa: confía que al decir “Amén” y comulgar su Cuerpo y su Sangre, asumamos el desafío de amar con el mismo Amor. Amar como Él, perdonar como Él, compartir como Él, curar como Él. Sin Él, imposible, porque sin Él nada podemos. Pero estando en comunión con Él, todo lo podemos porque Él en su amor nos hace fuertes.
El tercer momento o nivel de aquella Última Cena fue la oración de Jesús. La oración como el grado más elevado de unión con Dios, es cuando Jesús dialoga desde su corazón con el Padre. Por eso pienso que en la hora de la comunión eucarística, cuando el ministro ordinario (el diácono, el presbítero o el obispo) o extraordinario nos dice: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo”, creo que es Jesús mismo el que nos interpela y, como a Simón Pedro, es su voz la que nos en lo profundo nos dice: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Me parece que, en diálogo de amor y de oración, me parece que al decir “amén”, como Simón Pedro le respondemos: “Señor, tú lo sabes todo, sin ti nada puedo, y ¡Tú bien sabes que te quiero!”
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