Pascua
Contemplaba ayer a Jesús en la cruz, en el extremo del amor, y
venía el canto de Juan Luis Guerra: “¡Ábreme la noche y ven a ver, cómo te
puedo querer: eternamente! Murió como vivió: amando. No podía ser de otra
manera. Amó siempre al extremo y contra todo: al leproso y a las prostitutas, a
los pobres y a los marginados; a los pecadores y también a sus amigos. Anunció
la buena nueva de un Dios que es Amor y que siempre viene a nuestro encuentro,
como el pastor que sale a buscar la oveja que se le había perdido, aunque
tuviera a otras noventa y nueve en el rebaño; como la mujer que barre la casa y
no descansa hasta encontrar la moneda que le faltaba, aunque tuviera nueve más
en la bolsa. Como el pastor y la mujer, Jesús hizo fiesta por el gozo de
reencontrarse con aquellos que salió a buscar.
Por esta manera de amar fue acusado de blasfemo; por esta manera
de reorganizar la sociedad, desde el amor y la libertad, desde la compasión y
la inclusión, desde la solidaridad y la fraternidad por encima de prejuicios y
explosiones, fue aclamado por su pueblo y temido por Roma. Traicionado por uno
de los suyos, que entregó su corazón al dinero y al poder opresor, abandonado
por sus amigos, murió solo, ejecutado. “Muerto el perro se acabó la rabia”,
pensaron en Jerusalén los del Templo y los del imperio. Con tristeza, como era
natural, pero sin que su corazón se contaminara de rencor y de violencia, con
la añoranza de un Dios al que llamaba Padre, aunque pensara que también Él lo
había abandonado, apostó por el amor y la esperanza.
Él mismo dio sentido a su vida partiendo el pan con sus amigos, y
levantando con ellos la copa una vez más, con la confianza de que no sería la
última vez, apostando, si se permite la expresión, que habría una vez más, con
vino nuevo, en la tan soñada y celebrada mesa de la fraternidad y del amor sin
límites ni condiciones. Abrió los brazos, gritó y cerró los ojos. Entonces la
tarde se hizo noche. Y el Padre abrió la noche y vio cómo su Hijo amaba, cómo
su Hijo lo amaba. Entonces el Padre abrió la noche con el corazón herido de
dolor y de muerte, y vivo Esto celebramos. Al Padre que bajó hasta el lugar de
los muertos por su Hijo. Al Padre que respetó la libertad de su Hijo hasta el
extremo. Al Padre que, entre lágrimas, contempló satisfecho al Hijo que supo
morir como supo vivir: con la dignidad que sólo puede dar el amor. Y, por
supuesto, al Hijo que llevando el amor hasta el extremo, ha sido levantado de
entre los muertos, dejando vencida y hueca a la muerte. A esa estúpida y
absurda que nos viene por el pecado del odio, de la exclusión y de la
violencia, de eso que llamamos pecado.
Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.
Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.
Morir es encenderse bocabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.
Apagarse es morir, lento y aprisa,
tomar la eternidad como a destajo
y repartir el alma en la ceniza
En Jesús, morir es resucitar. En él, morir en efecto fue ocultarse
un momento, refugiarse en el calor de Dios y, sin ser olvidado, empezar a estar
en todas partes, no en secreto, sino bajo los discretos velos de cada persona
que amaba con él, que partía el pan en su nombre, y en su nombre se aferraba a
la esperanza de Aquél que con su Espíritu había venido a hacer nuevas todas las
cosas.
Morir es resucitar, pero no de manera automática. Morir es
resucitar cuando vivir ha sido amar. “Vayan a Galilea, allá lo verán”, dijo el
hombre de túnica blanca a las mujeres que aprendieron a amar y a confiar como
Jesús les había enseñado. En Galilea lo verán. Allí donde los pobres comen;
allí donde los humillados encuentran justicia; allí donde los excluidos son
recibidos y encuentran un lugar; allí donde el Pan se parte y el Vino se sirve
para celebrar la fiesta de la fraternidad, la Vida plena recibida en su nombre
y por su Espíritu, allí es Galilea. Allí lo encontramos; allí lo contemplamos,
allí donde el Padre abre y la noche y vemos con Él cómo es que se vive, cómo es
que se ama, cómo es que se muere y se resucita, cómo es que toma la eternidad
como a destajo y se reparte la vida en gestos de misericordia.
Bendito el Padre que abre la noche; bendito el Hijo muerto y
resucitado en el amor llevado hasta el extremo; bendito el Espíritu que lo hace
presente entre nosotros y nos comparte su plenitud. ¡Bendita esta noche en que,
como canta Juan Luis Guerra, todo el cielo, enamorado se nos cuela!
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