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Una curación luminosa. La suegra de Simón

Marcos 1,29-39

La Doctora Jill Bolte Taylor, neuroanatomista, decidió dedicarse al estudio científico del cerebro para comprender mejor a su hermano, que padecía esquizofrenia; para entender por qué él no podía conectar sus sueños con la realidad, sino que éstos se convertían en delirios. Todo iba bien, hasta una mañana de 1996 en que se despertó y se percató de un intenso dolor detrás del ojo izquierdo, parecido a la sensación, según contó ella misma, de morder un helado. Cuando cuenta su experiencia, la Doctora Bolte abre un paréntesis para explicar que el cerebro está formado por dos hemisferios que poseen dos manera distintas de procesar la información; piensan de manera diferente, dice, les interesan cosas diferentes e, incluso tienen personalidades diferentes. Por un lado, el hemisferio derecho procesa la información del presente de una manera unitaria; es decir, que la realidad se percibe como un gran todo armonizado, y sólo importan el aquí y el ahora; este hemisferio absorbe toda la información sensorial en forma de energía. Por otro lado, el hemisferio izquierdo procesa el pasado y el futuro de manera lineal y metódica, nos individualiza a través de la percepción y jerarquización de los detalles y, por lo tanto, de las diferencias; piensa en forma de lenguaje y es el responsable de la voz interior que nos recuerda que no hemos lavado la ropa.

La mañana en que sufrió el derrame se levantó a pesar del dolor, se subió a la máquina de ejercicios, se bajó para ir a la ducha, se dio cuenta de que se percibía de una manera distinta, como si fuera una cosa extraña con garras; que perdía la  movilidad y el equilibrio; que no podía definir los límites de su cuerpo, y que no tenía ya la vocecita de su hemisferio izquierdo, como si éste se hubiera desconectado. Experimentaba la sensación de fusionarse con la energía circundante, hasta que de pronto su hemisferio izquierdo volvió a conectarse nuevamente —estaría así de forma intermitente—, y se dijo que tenía un problema, y en una subsiguiente conexión se sorprendió a sí misma fascinada por estar sufriendo un derrame cerebral en su hemisferio izquierdo y tener la oportunidad de estudiar su cerebro desde dentro. Sólo que para entonces las desconexiones eran más frecuentes, tardó cuarenta y cinco minutos en lograr llamar por teléfono a su trabajo para avisar que necesitaba ayuda. Recuerda que no lograba descifrar lo que le decían al otro lado del teléfono, y que ella tampoco podía articular palabra. Recuerda también que se dijo que no tenía tiempo de enfermarse y que quizá en una semana o dos estaría bien. Tenía entonces 37 años y no podía ni remotamente imaginarse que su recuperación tardaría ocho años.

Por supuesto, nadie puede saber qué edad tenía la suegra de Simón cuando su yerno y unos días después ella misma conocieron a Jesús. Tampoco sabemos bien a bien qué enfermedad tenía y mucho menos lo que ella sentía y pensaba en su interior. No es lo único que no sabemos. Triste y elocuentemente, tampoco sabemos cómo se llamaba. Pero en lo poco que nos cuenta el evangelio en estas escenas, podemos saber muchas cosas. Podemos saber que, como todas las mujeres, no tenía derecho a una personalidad propia, sino una siempre en referencia a un varón, por eso no conocemos su nombre, sino sólo que era la suegra de Simón. Y si la referencia era el yerno, significa que no tenía padre ni hermanos ni hijos, por eso había tenido que ir a vivir con el esposo de su hija, que no es mencionada. En otras palabras, sabemos que vivía humillada por la configuración patriarcal de su tiempo.

Sabemos que era sábado, porque estamos en el mismo día en que Jesús enseñó en la sinagoga y expulsó dentro de ella a un espíritu inmundo que atormentaba a un hombre, a una “buena conciencia”. Podemos suponer que la noticia corrió inmediatamente, que Jesús había curado en sábado y en la sinagoga, que casi todos se habrían escandalizado porque Jesús había quebrantado el sábado, aunque también habrían tenido la curiosidad de conocerlo. Podemos suponer asimismo que algunos otros, animados quizá por el exorcismo, hablaron a Jesús sobre la suegra de Simón, cuando entró en casa de éste, porque probablemente creían que la fiebre de la mujer era otro espíritu inmundo, y confiaban en que también podría liberarla a ella.

Así que podemos suponer que quizá la mujer enferma deliraba, quizá se resistía a que alguien se acercara a ella y la tocara. Quizá en su delirio y en su conducta lo que rechazaba era la vida humillante a la que había sido marginada. Por eso mismo llama la atención la breve secuencia de acciones de esta escena y la siguiente. Parece que los primeros discípulos comenzaron a comprender el sentido del sábado no como día para glorificar a Dios en el descanso, sino en la vida misma y en la libertad; que comenzaron a poner sus ojos en los demás y por eso mostraron solicitud por la mujer enferma; que Jesús era tan libre frente a los prejuicios religiosos como frente a los prejuicios sociales, por eso no tiene miedo ni reparos de tocar con su mano a la suegra de Simón, de romper distancias y brindar cercanía. Al hombre de la sinagoga lo liberó con la fuerza de su palabra, pero a la mujer en casa de Simón la liberó con la fuerza de su ternura de varón.

Parece así mismo que la mujer se sintió comprendida, valorada, respetada, amada; por eso, gracias a Jesús pudo vivir con vida nueva, no simplemente una vida nueva. El evangelista usa el verbo “levantar”, el mismo que utilizará para describir la resurrección de Jesús. La humillación mata, la marginación es una forma de muerte. Jesús la levantó, la incluyó.

La Doctora Jill Bolte Taylor cuenta que a lo largo de su enfermedad, parcialmente desconectada de su hemisferio izquierdo, mismo que tuvieron que operarle para sacar el coágulo formado por la sangre derramada, comprendió que hasta entonces había experimentado poco su realidad desde su lado derecho, que se daba cuenta lo grande que podía ser si se integraba en todo lo demás, que le parecía imposible que toda la grandeza de su ser pudiera volver a comprimirse en su pequeño cuerpo; le parecía haber alcanzado el nirvana y al recuperarse plenamente, había decidido compartir su experiencia, un derrame luminoso la llamó, porque estaba convencida que si la humanidad comprendiera lo grande que somos cuando nos integramos unos con otros, el mundo podría ser un poco más pacífico.

El evangelio dice de la suegra de Simón que se puso a servir a los que estaban en casa. Imaginarla sirviendo la comida y lavando trastes es proyectar en ella nuevamente nuestros esquemas machistas. Un día Mafalda interrumpió a su madre que barría bajo la cama, sacaba la basura del baño y lavaba la ropa, para preguntarle horrizada: “Mamá, la capacidad para triunfar o fracasar en la vida, ¿es hereditaria?” La palabra que usa el evangelio es la que misma que se utiliza para el servicio litúrgico y de caridad. Quizá este “servir” se refiera a la predicación de su testimonio, quizá se estuviera sumando al anuncio de la buena noticia de amor y misericordia incluyentes de Jesús. En todo caso, su servicio en casa en sábado, el día que no se hace nada en casa, habla de la libertad que Jesús le regaló en nombre de Dios y que ella supo recibir y vivir. A su manera, dos mil años antes que la Dra. Bolte y sin tanta ciencia, esta mujer con sus gestos y sus actitudes decidió, precisamente en sábado, dar a la gente de su pueblo y de su tiempo el testimonio de que asumiendo con madurez nuestra libertad, y poniéndonos al servicio de la caridad, de la fraternidad, de la inclusión, podemos lograr un mundo cada vez un poco más parecido al Reino de Dios.

No es sencillo, implica valentía. Pareciera que por naturaleza tendemos al miedo. La narración del evangelio parece que dice poco cuando dice que al atardecer la ciudad entera estaba a la puerta de la casa con sus enfermos para que Jesús los curara. Lo que nos está diciendo en realidad es que la ciudad entera prefirió esperar a que terminara el sábado para buscar a Jesús. Pudo más el miedo que la confianza. Tuvieron miedo de romper el sábado, pero los que tuvieron miedo se quedaron en la puerta, no entraron en la casa de Simón. Siempre pasa: los que se dejan llevar del miedo siempre llegan tarde y se quedan fuera. Amar no debe dar miedo. Al amar podemos cometer errores, pero el amor lo salva todo, nos salva aun de nuestros errores. Dicen unos que el éxito da la felicidad; dicen otros que es la felicidad lo que da el éxito. Unos creen que hay que amar para salvarnos; la suegra de Simón nos enseña que el sabernos y sentirnos salvados es lo que nos impulsa a amar de verdad.

Jesús curó a todos aquella tarde, y quizá fue tal el alboroto y el júbilo, que por la madrugada tuvo que retirarse a un lugar de desierto a discernir. Quizá lo que aquí se nos está diciendo es que Jesús vivió este “éxito” curativo como una tentación, por el prestigio terapéutico, por la fuerza social que le daba, y tuvo que enfrentar al “demonio del éxito” mediante la intensa unión con el Padre, recordando que vino a traer al mundo la buena noticia de su amor, no a ganarse fama y reconocimientos, como ya lo estaba interpretando Pedro y seguramente los otros discípulos en su casa. Fue así que salir, después de esa tarde, de casa de Simón, para caminar por el mundo, como decía aquel viejo canto de cuaresma, que aún no conoce a ese Jesús, el profeta que tenía tanto amor y amaba al pecador.





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