Mateo 17,1-9
Creo que fue en octubre del 2002 cuando
asistí con mis amigos del Filosofado, que lo siguen siendo, a un concierto de
Fernando Delgadillo en Guadalajara, donde entonces estudiábamos. Detrás de
nosotros estaba un grupo de amigas que, en el momento en que Fernando comenzaba
alguna de sus canciones, una de ellas gritó: "¡Es ésa, es ésa!" Y otra le
preguntó: "¿Cuál, cómo se llama?" Y la gritona respondió: "¡No
sé, pero es ésa!" Y esa canción era "Carta Francia". La letra de
la canción habla de una nostalgia. Quizá alguna novia se fue a vivir un tiempo
a Francia, y Fernando la extrañó, y le dio nostalgia, y en ésas se le fue
también el rumbo de la vida.
A mí la letra de esta canción me ha venido
varias veces al corazón estando en la capilla, a solas con el Señor. Quizá
Jesús haya tenido alguna experiencia que también pueda expresarse con dicha
letra. No lo sé, sólo lo imagino. Pero lo imagino con base en la verdad de su
Encarnación. A veces no sabemos comprenderla, y hacemos de la verdadera
humanidad de Jesús una caricatura: pensamos que por ser Dios sabía todo lo que
se puede aprender en la escuela, incluyendo capitales, ríos y montañas; que
conoce todo lo que ha pasado y todo lo que pasará desde el Big Bang hasta el
Big Crunch; pensamos que no se enojaba, que no sentía tristeza nunca, que no se
desesperaba, que no se sentía frustrado, que no sufría ni tenía tentaciones.
Pero Jesús compartió en todo nuestra condición humana, excepto en el pecado,
dice la tradición de la Iglesia.
Quizá como humano y como maestro, Jesús se
haya sentido más de una vez tremendamente decepcionado de sus discípulos. Les
había hablado del Reino de Dios, de la vida y de la justicia; lo habían visto curar
enfermos y comer con los pecadores. Y no acababan de comprender. Les había hablado de un camino de cruz y de muerte, y no habían sabido escucharlo y
mucho menos comprenderlo. Ellos simplemente esperaban que Jesús comenzara a
gobernar como gobernaban los emperadores de la tierra. Y así como a veces nos
sentimos desprotegidos y abandonados, también hay veces en que nos sentimos
incomprendidos; rabiosamente incomprendidos, frustrados.
Así que quizá un día Jesús decidiera subir a la montaña. Para orar. Quizá
comenzara como Delgadillo su "Carta a Francia":
Desde el sitio donde siempre
estoy pensando en ti,
con mi eterna obstinación,
y anotando lo siento que nos
pasa aquí,
aunque no sea lo mejor.
Quizá se lamentaría en voz alta:
Tengo tanto que contarte que
he perdido y que no encuentro,
y entre algunas de estas cosas
la frescura con que ideé mis planes
la primera vez,
he perdido la sorpresa con que
descubrí en la luna mi cabeza,
si se fue pensando en ti...
Ojalá que en esta noche
cuando menos me llegara tu
reproche
adonde estoy.
Por si había más que decir de
lo que he dicho,
y también por si lo dicho se
pudo decir mejor.
Y la razón de su frustración:
Cada vez son muchos más
los que se acercan,
la gente siempre aplaude,
y temo tanto darme cuenta
que tan sólo condesciendan
con mi modo de mirar,
sin saber a ciencia cierta
si comparten lo que digo,
si en verdad están conmigo,
si conceden la importancia y
el valor
que les concedo yo también.
Quizá en este contexto se pueda explicar la presencia tanto de
Moisés como de Elías. Moisés, que se encolerizó ante la idolatría de su pueblo,
que estrelló en el suelo las tablas de la ley. Pero luego acudió con el Señor,
a hablar con Él cara a cara, dice la Escritura, como se habla con los amigos, a
interceder por los suyos y le dijo: "Si no vienes con nosotros, qué caso tiene
caminar." Y Elías, el profeta apasionado que confrontó al pueblo por su
idolatría y, a cambio, salió perseguido; una vez en la montaña, se sintió
desfallecer y el Señor vino a su encuentro; le preguntó que tenía, y el profeta
respondió: "Sufro por amor al Señor." Porque la vida trae consigo el sufrir. Pero
no el sufrir por sufrir. Sino el sufrir por amor al Señor. Yo mismo, como
párroco, cuando veo que las cosas no nos salen, cuando veo que no nos comprendemos
e incluso nos lastimamos, cuando veo que no actuamos con la caridad cristiana
que nos debemos, digo al Señor, con palabras de Delgadillo: Creo que “no he
sabido decir todo lo que pienso en ti, ni he sabido hablar de amor.”
Pero también está la voz del Padre. Sus primeras palabras fueron
para Él: “Tú eres mi hijo, mi amado, en ti me complazco.” Las segundas para los
discípulos: “Escúchenlo”. El Padre anima, impulsa, garantiza su amor por
nosotros. Me ha tocado celebrar exequias de gente que ha muerto asesinada, o en
un accidente terrible; o gente que siendo aún muy joven, murió de una enfermedad
que resultó ser incurable. La oración de la liturgia, dice, hacia el final,
dirigiéndose al difunto: “No temas hermano, Cristo murió por ti. El Dios que te
protegió durante tu vida te librará de la muerte que acabas de sufrir.” En esas
circunstancias me resulta francamente difícil decir esas palabras. Si yo
estuviera del otro lado, como feligrés, me sentiría ofendido. Pensaría: “Si lo
protegió durante su vida, entonces, ¿por qué murió como murió?” De manera que,
amparado en mi conciencia y en la fe del Dios revelado en Jesús, digo: “No
temas, hermano, Cristo murió por ti. El Dios que te amó durante tu vida, aún en
la muerte que acabas de sufrir, te librará de ella.”
Porque el amor no siempre puede evitar el dolor, la incomprensión,
la persecución, la injusticia o la muerte. Pero el amor siempre es fiel, y Dios
siempre nos está amando. Y comprender que lo que nos transfigura es el amor. Lo vemos en Jesús, lo deducimos de sus palabras, si lo hemos escuchado. Nunca
dejamos de ser amados. Hay que, entonces, clamar al Amor por el amor, y decirle:
¡Cómo te
extraño!
Y cómo tengo
miedo de perder mis pasos,
de extraviar
en algún lado mis promesas
y mis sueños.
¿Cuál será el
mejor camino?
estoy seguro
que dirías que tome aquel
el que me
lleve mas lejos...
No el camino más corto, no el más rápido, no el más cómodo, sino
el que me lleve más lejos. Y en el evangelio el camino que nos lleva lejos, el
camino que conduce a la eternidad es el camino de la cruz, largo, doloroso,
pesado, pero camino de plenitud. Por eso hay que insistir:
¡Cómo te
extraño!
Y cómo tengo
miedo de perder tus pasos,
de extraviar
en algún lado tus promesas y tus sueños
¿Cuál será el
mejor camino?
Y al hacerme
esta pregunta pienso en ti,
y en el camino
que te traiga de regreso ....
Aunque sea el de la cruz. Porque, ¿cómo podríamos llamarnos
cristianos sin querer seguir a Cristo por el camino de la cruz?, ¿cómo desear,
entonces, la vida y el amor plenos?, ¿cómo, si no, alcanzar la eternidad?
también temo perder sus pasos, el suyo es un camino incierto y a veces sin luz ni claridad alguna, pero una y otra vez la pregunta que asalta y calma mi inquieto corazón ¿a quién iré? si sólo Él tiene palabras de Vida
ResponderEliminarAsí es. Hay que ir a Él, "aunque el frío queme, aunque el miedo muerda", como decía el gran Benedetti.
EliminarSe la escribió a su señor padre
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