Mateo 15,21-28
A todos nos habría gustado que no fueran noticias, sino escenas de
una película llamada Odio ciego, en
la que los supremaciastas blancos del Kukuxklán encuentran comprensión y
defensa en el presidente de los Estados Unidos. Pero no fue película. Por
supuesto, también nos hubiera gustado que las escenas de las Ramblas, en
Barcelona, vinieran de una película llamada dioses
que matan, así con la palabra “dioses” en minúscula, aunque sea el inicio
del título, para que desde el título quedara claro que la violencia religiosa,
sobre todo la violencia homicida, no viene de Dios. Por lo menos no el Dios en
el que creemos, el Padre bueno revelado en Jesús, en su vida y en su cruz, el
Dios de la vida y de la creación que lo levantó de la muerte, sino de ese
pequeño pero altanero grupo de creyentes fanáticos e intolerantes, grupo que
alimenta su ideología no de la fe ni del Evangelio, sino de los prejuicios y
del resentimiento, y juegan a la vida creyendo ser dioses.
Algunos dirán: “¡qué bueno que vivimos en México!” Pero en México
no cantamos mal las rancheras. Tristemente, hay grupos católicos, hay incluso
sacerdotes y religiosas que pareciera que viven para pelearse con los sectores
no católicos. Hace poco escuchaba yo de labios de una religiosa de cierta
formación, que ha ocupado destacados puestos en su comunidad religiosa, un
elogio al gobierno ruso que frente a la supuesta prohibición contra el
islamismo. “¡De buenas que ora y lee el evangelio todos los días!”, exclamó un
amigo con el que comentaba yo el asunto. Porque, por supuesto, en esta
dramática cinta que es la vida diaria, fácilmente nos contagiamos de los
prejuicios, sobre todo de los religiosos. Y así, el problema son los demás, los
distintos. Para algunos blancos el problema son los negros; para algunos grupos
“pro-familia” el problema son los grupos de diversidad sexual; para algunos
cristianos el problema son los
musulmanes. Y viceversa. Porque, decimos, “no son como Dios manda”. Cuando el
verdadero problema es que no sabemos respetarnos y mucho menos integrarnos. Nos
pasa como a Mafalda. Un día, se sentó a la mesa del comedor, y rodeó su parte
en ella con una cuerda. Cuando su mamá se acercó con la sopera caliente,
Mafalda le dijo, haciendo señas de lejanía con una mano: “Sopa, ¿verdad? De la
frontera ideológica para allá, por favor.”
Lo fuerte del evangelio es este ¿prejuicio?, esta idea a la postre
nociva ¡de la que se contagió Jesús mismo de que él había sido enviado sólo a
las ovejas perdidas de la casa de Israel! Sé que a lo largo de la historia de
la Iglesia, Padres y teólogos han dicho que, en realidad, Jesús sólo estaba
dando largas a la mujer para darle ocasión de mostrar su fe. Pero tomándonos en
serio la Encarnación del Hijo en Jesús, tomándonos en serio que en Jesús, como
dice san Pablo, Dios se vació de su divinidad y se hizo humano, plenamente
humano, en el extremo de los últimos, como esclavo, y en el extremo de la
muerte, en la cruz, habría que reconocer entonces que humanamente, Jesús mismo
no tuvo desde el principio suficientemente claro el alcance universal de su
misión. Fue una conciencia que logró paulatinamente. ¡Y eso que en la escena
inmediatamente anterior Jesús debate y enseña sobre la impertinencia de dividir
los alimentos en puros e impuros! Si a Jesús le parecía un sinsentido dicha
división en las cosas, ¡con mucha razón entre los humanos! Pero había que
vivirlo para comprenderlo.
De principio a fin la escena es dramática. La ocasión fue esta
incursión de Jesús a territorio pagano, ¿a qué fue?, no lo dice el evangelio.
Sin duda, no tenía miedo de ser tenido impuro, pero no parece que se hubiera,
hasta entonces, dejado cuestionar y desafiar de esa manera en el corazón de su
propia enseñanza. Una mujer cananea, extranjera, se humilla invocando a Jesús,
suplicando a gritos piedad de él, judío, reconociéndolo como hijo de David, el
legendario y prototípico rey. La respuesta fue el silencio. ¿Fue Jesús
indiferente, deliberadamente la ignoró? Estremece pensarlo. La reacción de los
discípulos, pidiendo a Jesús que la atendiera, acentúa el dramatismo: imposible
pensar que Jesús no la viera ni la escuchara, la mujer grita de tal manera que
los discípulos no la aguantan. Hasta este momento, la mujer es una molestia,
nadie se ha compadecido de ella, ni siquiera Jesús. Su respuesta evidencia el
prejuicio: “Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de
Israel.”
La mujer fue a postrarse a
sus pies. Con un gesto igual terminó la escena de la barca sacudida por el
viento: con los discípulos postrados ante Jesús, reconociéndolo como Señor. En
su condición de extranjera, podría ser un acto de mayor humillación, pero a
ella no le importa, porque es madre y clama por su hija, y porque aunque
extranjera, sinceramente confía en Jesús. Por eso insiste: “¡Señor, socórreme!”
La respuesta de Jesús nuevamente nace del prejuicio: “No está bien tomar el pan
de los hijos para tirárselo a los cachorros.” En la mentalidad étnica radical
de los judíos en aquella época, los extranjeros quedaban simbolizados en los
perros. La respuesta de Jesús suena lógica, hijos y perros comen comidas
distintas. Y nadie en su casa, nadie, mentalmente equilibrado, quita a los
niños la comida para alimentar a las mascotas. Pero la respuesta de la mujer
también viene de la lógica cotidiana: Los cachorros se comen las migajas de
caen de la mesa de los hijos.
La narración dice que Jesús se sorprendió y alabó su fe. Pero
seguro que no ocurrió tan rápido. Probablemente Jesús se quedó en silencio un
buen rato dejándose confrontar por aquella mujer. Más de uno de los que
contemplaron la escena deben haberse escandalizado de que una mujer se
atreviera a frenar en seco el camino del Maestro. Peor aún, a atreverse a
hablar con Jesús públicamente, más de alguno tomaría como necedad la
persistencia de aquella mujer. Frente a la primer fría respuesta de Jesús,
alguno exclamaría: “¡Así se habla, ahora que se vaya!” Pero la mujer se humilló
así misma poniéndose a los pies de Jesús. Se tragó el insulto de ser llamada,
ella y su hija, “cachorros, perritos”. Y Jesús se dejó confrontar. Y con
humildad aprendió la lección.
El dramatismo de la escena está enmarcada por las narraciones
inmediatamente anteriores sobre lo estéril de la división exterior de los
alimentos en puros e impuros. Pero también por la subsiguiente multiplicación
de los panes, la segunda del evangelio. En la primera, sobraron doce canastos
de comida, el doce simboliza al pueblo de Israel; en la segunda, sobrarán
siete, número que simboliza la totalidad de los pueblos. La lección del
evangelio es clara: la voluntad de Dios se cumple no desde el legalismo, desde
los prejuicios, desde la superficial y falsa distinción entre lo puro y lo
impuro. La voluntad de Dios se cumple desde la compasión, desde la comprensión,
desde el ponerse, como decimos comúnmente, en los zapatos del otro, y entender
que puede ser extranjero y ser tenido como impuro, pero es humano y tiene
hambre; tiene hijos y hay dolor en su corazón. Y son el hambre y el dolor los
que importan a Dios, no su impureza, porque el Señor es compasivo y
misericordioso.
Aprenderlo duele, y sólo se aprende de quien menos se lo espera
uno. ¿Quién podía imaginarse que una mujer extranjera y humillada, habida
cuenta del marginal lugar social que ocupaban las mujeres entonces, enseñaría
al Maestro una de sus más importantes lecciones? Luego de los hechos de racismo
en Charlottesville, el ex presidente Barak Obama el tuit que más “me gusta” ha
recibido en la historia, más de tres millones. Se trata de una cita de Nelson
Mandela: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su
procedencia o su religión.” Termina la cita, pero en su autobiografía, El largo camino hacia la libertad,
Mandela continúa reflexionando: “El odio se aprende, y si es posible aprender a
odiar, es posible aprender a amar, ya que el amor surge con mayor naturalidad
en el corazón del hombre que el odio.” Los prejuicios también se aprenden.
La escena, pues, invita, pues a revisar y orientar nuestra vida en
clave no de pureza, que no somos jueces, sino de compasión; a sentir el hambre
de los pobres y el dolor de las madres. A, con humildad evangélica, tragarnos
los prejuicios, alimentar la compasión, y derrochar la misericordia.
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