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A pesar del miedo. La voz del Señor sobre las aguas

Mateo 14,22-33

Es como una palabra maldita. Pareciera que nos mancha o nos disminuye, como si por el hecho de no pronunciarla no existiera: miedo. Decimos que no, que ni somos cobardes ni tenemos miedo, que es precaución, y etc. Por supuesto, hay de miedos a miedos. La narración del evangelio habla de uno muy particular, aquel que nace de ir por la vida con el viento en contra, sin la certeza de no saber si Jesús está en el monte orando ajeno a nuestra barca, sacudida por el viento; o si viene a nosotros, pero no estamos seguro de si es Él o es un fantasma. El miedo que nos hace dudar, y la duda que nos lleva al hundimiento. 

Dicen algunos que al final de nuestra vida nos arrepentimos más de lo que dejamos de hacer, que de aquello que realmente hicimos. Y así, de jóvenes nos privamos de conocer al amor de nuestra vida porque dudamos de que nos dijera "sí", y dudamos porque teníamos miedo de que nos dijera "no"; y de mayores nos da miedo morir porque en el último instante nos planteamos la duda de si no será que al final de cuentas esta vida es todo y que más allá de la muerte no hay nada. 

En realidad, no es que el miedo sea malo por principio. Generalmente, uno siempre tiene que andar detrás de los niños más pequeños porque a veces la fascinación o la sorpresa de lo que tienen enfrente es más grande que sus miedos, y no miden las consecuencias de sus actos. Como por ejemplo, meterse al mar, o subirse a la montaña rusa, o arrojarse del bungee. El miedo nos hace precavidos, pero hay un momento en el que el miedo nos paraliza. De ahí las dudas y el hundimiento. No tenemos mucho al alcance de la mano para salir del miedo y del hundimiento, pero lo que tenemos es suficiente. Al menos tenemos la Palabra del Señor. Escribe Timothy Radcliffe:

La voz del Señor llama a las ovejas a salir de los confines del pequeño redil y adentrarse en los espaciosos pastos abiertos para alimentarse en libertad. Imaginemos un recinto vallado para no dejar pasar a los lobos… La voz del Señor nos invita a dejar atrás la seguridad del redil y confiar en la voz del Señor. No tenemos nada que temer. La voz del Señor nos invita a ser valientes.

Salir de los confines del pequeño redil y alimentarse de los pastos en libertad. O salir de la barca maltratada por el viento y caminar sobre el mar hacia el encuentro del Señor que siempre viene a nosotros. Aunque sea de noche. La narración dice que es de madrugada, porque aunque la oscuridad nos envuelva y el viento sacuda la barca, el que viene a nosotros es el Señor Resucitado que ha vencido la oscuridad del pecado y de la muerte, la misma Luz que jubilosos recibimos en nuestros cirios la noche de la vigilia pascual.

Sólo tenemos su voz y su palabra, que nos invitan a ser valientes. Recuerdo de mis clases de Bliblia, del seminario de Salmos y espiritualidad cristiana, al Profesor Noguez comentando que el salmo más antiguo es el 29 (28), que el pueblo de Israel compuso a partir de un himno egipcio:

La voz del Señor sobre las aguas.
El Dios de la gloria truena desde el cielo.
El Señor está sobre las aguas.
La voz del Señor es poderosa.
La voz del Señor es majestusa.
Su voz desgaja los cedros de Líbano.
La voz del Señor lanza llamas de fuego.
El Señor da la fuerza a quien pone su confianza en Él.

Son imágenes bellísimas, que reconfortan el corazón en tiempos de tormenta. Son imágenes que invitan a ser valientes en días de frío, de oscuridad, de miedo y de tormenta. El viento en contra, el mar que azota, y por encima de ellos la voz del Señor. Pedro la escuchó y salió de la barca. Y comenzó a caminar sobre el mar embravecido. Sólo que el miedo ahogó la confianza que apenas nacía en Él, y dudó y comenzó a hundirse. Y fue lo que le reprochó Jesús, no el miedo, sino la poca confianza. No se hundió del todo. Lo rescató, como al pueblo de la esclavitud en Egipto, la mano poderosa, el brazo extendido del Señor.

Afirma Timothy Radcliffe: “Una de las formas de reconocer la voz del Señor y de entender bien las Escrituras, es que esta voz nos ofrece seguridad y al mismo tiempo nos invita a asumir riesgos.” Es decir, nos invita a confiar, en Él y en nosotros. En su mano y en su brazo, que no dejarán que nos trague el mar. De Dioses y hombres es una película francesa que cuenta la historia de una comunidad de monjes en Argelia, que fueron asesinados en 1996. Frente a la ola de violencia y fundamentalismo que vivían, los monjes, que amaban y eran amados por la comunidad en la que estaban establecidos, tuvieron que discernir si se mantenían donde estaban o se retiraban. En uno de los muchos diálogos que tuvierno alrededor de una sencilla mesa de madera, un monje exclamó al prior: “¡Yo no me hice monje para que me mataran!” “¡Pero si ya has entregado tu vida!”, le respondió. Cuando fue llamado por la voz del Señor a ser monje y, a pesar de su duda inicial, aceptó caminar sobre las aguas. Con sus hermanos. Y decidieron quedarse.

En su relato autobiográfico El bar de las grandes esperanzas, J. R. Moehringer describe los días de su juventud en que anhelaba ser abogado y estudiar en la prestigiosa Universidad de Yale para lograrlo. Pero no tenía ni dinero, ni sentía tener el mundo y los conocimientos suficientes para estudiar en Yale. Tenía miedo. En esos días trabajaba en la librería de los hermanos Bill y Bud. Les dijo: “Asusta demasiado pensar en… Yale” “Pues en ese caso ya está decidido.” Y oliéndose el puño y recolocándose sus gafas, continuó:

Tienes que hacer todo lo que te asuste, JR. Todo. No digo que pongas en peligro tu vida, pero todo lo demás, sí. Piensa en el miedo, decide ahora mismo cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y el dilema subyacente en todas las historias que te cuentas a ti mismo sobre ti mismo. ¿Y cuál es la única posibilidad que tienes de vencer el miedo? Ir con él. Pilotar a su lado.

Es decir, caminar a pesar del miedo, a pesar de la noche y del viento en contra, aunque sea sobre las aguas. No negarlo, sino sentirlo, dejar que cale hasta los huesos. Y luego, levantar el rostro, buscar al Señor, escuchar en el trueno su voz desde el cielo sobre las aguas, dejar la barca y ponerse a caminar, sin temeridad, con confianza, sabiendo que detrás de la tormenta está Él, detrás del peligro está Él, detrás del trueno y de su voz está Él, que viene a nosotros, con el brazo extendido y su mano poderosa.

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