Juan 14,1-12
“Vine a Comala, porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo.” Así comienza la célebre novela de Juan Rulfo, nacido hace cien años, el 16 de mayo de 1917, registrado en Sayula, aunque vivió en San Gabriel, Jalisco, en la zona conocida “el llano en llamas”. Y así, el misterioso personaje parte en busca de su padre y toma el camino que sube o baja, según se va o se viene, hasta llegar a Comala, lugar establecido “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno”, donde hace tanto calor, “que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija”.
En la noche de la Última Cena, luego de lavar los pies a los suyos, y de compartir el pan con Judas el traidor, Jesús anuncia: “Hijitos míos, ya no estaré con ustedes. Me buscarán, pero les digo ahora mismo lo que ya dije a los judíos: “Adonde yo voy, ustedes no pueden venir” Después les dio el mandamiento nuevo del amor, pero Pedro interrumpió su discurso para preguntarle adónde iba. “Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora”, le respondió Jesús; “algún día lo harás”. Seguramente, el resto de los apóstoles comenzó a manifestar la misma inquietud de Pedro, por lo que Jesús tuvo que tocar el tema y tranquilizarlos. Ésta es la ocasión de las palabras de Jesús: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí.” Va a la Casa del Padre y ellos conocen el camino. La pregunta de Tomás denota lo mucho que no han comprendido de Jesús. Pero permite a Jesús expresar su identidad con fuerza y claridad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar al Padre, sino por mí.”
A veces, como católicos perdemos la brújula. Esto hay que reconocerlo. Vamos y venimos por el templo mientras se nos es dada la Palabra del Señor en el Evangelio; escuchamos esta Palabra de Dios, la distinguimos encuadernándola en un libro que manifieste exteriormente su dignidad; la honramos con el incienso. Mientras, algunos van de santo en santo y de alcancía y en alcancía, como si nuestras imágenes nos dijeran más de Dios que el Evangelio; otros van y vienen del confesionario, y no se enteran de lo que la Palabra diga.
Cuando fui a Polonia en 2009 al simposio internacional sobre san José, estaba tan apretado el programa y tan apretado el lugar donde estaba teniendo lugar una de las conferencias, que para poder tomar un poco de aire, y conocer un poco más la ciudad medieval donde me encontraba, Kalisz, me salí a dar un paseo. Me acompañó el P.Alejo. Tras la conferencia seguía la celebración de la Eucaristía, pero se nos hizo un poco tarde, y el P. Alejo me dijo: “No te preocupes, el “ten piedad no cambia”, las lecturas son las mismas, el sermón es en polaco y no lo entendemos. Lo importante es llegar a comulgar.” Así seguimos pensando muchos. Más importante la comunión que la Palabra. Le decimos al Señor lo que un día dijeron a san Pablo en Atenas: “otro día te escucharemos”. ¡Ni qué decir de los que van de santo en santo en la consagración, cuando volvemos el corazón a la noche de la entrega y al misterio de la Cruz! ¿Será que sí tenemos consciencia de que la Palabra que se nos ofrece en el Evangelio es la misma Palabra hecha Pan que se nos ofrece en la Eucaristía?
A veces el lenguaje nos traiciona: “¡Éste santo es bien milagroso!” Y nos sale lo santero, por más que luego algunos aclaren por todas las redes sociales que los católicos sabemos que los santos no hacen milagros, que sólo Dios realiza milagros, y que algunos los hace por la intercesión de los santos. ¿De veras lo sabemos? Como católicos, el amor a la Virgen María nos gana, y hacemos de ella diosa o semidiosa. Ayer 13 de mayo se cumplieron cien años de los acontecimientos de Fátima, en Portugal, que en su momento el Cardenal Ratizinger describió como “visiones”, más que apariciones. El Cardenal sintió la necesidad de aclarar que ninguna revelación privada añade nada a la única revelación pública y reconocida por la Iglesia que es la Sagrada Escritura; que el mensaje de Fátima tal como lo transmitían los niños videntes estaba influido por el contexto en que vivían, que era el de la Primera Guerra Mundial. De ahí las imágenes del infierno. Pero fue hasta el día de ayer que el Papa Francisco, en Fátima comenzó a aclarar las cosas, cuando se dirigió a los peregrinos que rezarían con él el rosario, les preguntó quién es María a la que se dirigen:
Peregrinos con María... ¿Qué María? ¿Una maestra de vida espiritual, la primera que siguió a Cristo por el «camino estrecho» de la cruz dándonos ejemplo, o más bien una Señora «inalcanzable» y por tanto inimitable? ¿La «Bienaventurada porque ha creído» siempre y en todo momento en la palabra divina (cf. Lc 1,45), o más bien una «santita», a la que se acude para conseguir gracias baratas? ¿La Virgen María del Evangelio, venerada por la Iglesia orante, o más bien una María retratada por sensibilidades subjetivas, como deteniendo el brazo justiciero de Dios listo para castigar: una María mejor que Cristo, considerado como juez implacable; más misericordiosa que el Cordero que se ha inmolado por nosotros?
Cometemos una gran injusticia contra Dios y su gracia cuando afirmamos en primer lugar que los pecados son castigados por su juicio, sin anteponer —como enseña el Evangelio— que son perdonados por su misericordia. Hay que anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su misericordia. Por supuesto, la misericordia de Dios no niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro pecado junto con su castigo conveniente. Él no negó el pecado, pero pagó por nosotros en la cruz. Y así, por la fe que nos une a la cruz de Cristo, quedamos libres de nuestros pecados; dejemos de lado cualquier clase de miedo y temor, porque eso no es propio de quien se siente amado (cf. 1 Jn 4,18). «Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.
María es grande porque es la Madre del Señor. Por acoger la Palabra y encarnarla en su vientre; meditarla en su corazón, acuñarla en Belén y permanecer con ella junto a la cruz. Ella no es la Luz, sino portadora de la Luz, a la que ha dado a luz. Como María, con cuya imagen se identifica, María Como Iglesia, sabemos y confesamos que lo que nos hace Iglesia y nos salva es Jesús. Por él, que es su Palabra, somos convocados por el Padre. De Él somos cuerpo; en su Espíritu, dado en la Cruz, nos sumergimos, nos bautizamos; el Pan y el Vino que nos alimenta son su Cuerpo y su Sangre; Él es quien nos dio a María como madre. Vine a Cómala porque me dijeron que acá vivía mi Padre, dijo el misterioso protagonista de Pedro Páramo. Porque me dijo mi Madre. Si somos la Iglesia de Jesús, sí somos los hijos de María, hay que decir: Vine a la Iglesia a buscar a mi Padre, de quien sólo Jesús es camino, lo mismo que es la verdad y la vida. Me lo dijo mi Madre.
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