Juan 1,1-18
El niño con rostro color de la muerte es un breve y bellísimo relato de Pascal Quignard, que cuenta la historia de un niño cuyo padre fue un hombre llamado a la guerra, en una Francia sin ubicación temporal precisa, aunque a mí me parece que estamos en la época de la monarquía. Antes de irse, el padre extiende a su hijo una prohibición: no leas los libros. Pero el padre no volvía y el hijo creció. Aprendió a leer y escribir como todos los niños, pero un día quiso conocer el mundo para buscar a su padre, y así fue como desobedeció y leyó mucho, tanto que de los libros absorbió la muerte, tanto que quienes entraban en contacto con el niño morían; así que su madre tuvo que aislarlo y encerrarlo en una torre. El cuento nos narra algunas de estas muertes, y cada una las describe con estas palabras, que el narrador atribuye a los dichos de quienes atestiguaron esta triste historia, como dice Silvia Pinal: "Quien vivía cierto tiempo a proximidad de su rostro, decían que poco a poco lo arrastraba la muerte." "Como rastrojos grises dorados una vez terminada la siega, su cuerpo se marchitó.Y entonces, como un puñado de nieve en el sol, su cuerpo decayó. Y entonces, como la llama, en su extrema vacilación, en torno de la mecha consumida, sus ojos perdieron el brillo: la vida se les iba sin más sentido que el del trayecto de una gota de lluvia. Y ahí donde estaba la viva encontraron una carne fría, y muda, y sin vida."
Hay en el relato de Quignard, que ya ocupa su lugar junto a Baricco en la biblioteca de mi corazón, una paradójica doble relación: la muerte y la palabra, a través de la prohibición de leer; y la palabra y la vida, en la constatación de los cadáveres como "carne fría y muda". Carne, Palabra, Vida, son imágenes que utiliza el Discípulo Amado al inicio de su narración sobre la buena noticia de Jesús. No nos cuenta el nacimiento de Jesús en términos de crónica: dónde nació, cuándo nació, quiénes fueron los testigos; nos lo narra en términos de sentido. Este Jesús, cuyo nacimiento celebramos hoy es Palabra y es Vida, es Palabra que vive desde siempre, que desde siempre es Dios y por la que Dios lo creó todo. Uno podría imaginarse a Jesús expandiéndose como un grito infinitamente a lo largo del universo, pero quizá habría que imaginarse la historia como una narración que comenzó cuando el Padre llamó al Hijo y el Hijo respondió, y en su respuesta la vida iba surgiendo en cada palabra, de tal manera que, como afirman los místicos de todas las religiones, todo cuanto existe nos habla de Dios, en todo nos habla Dios, y todo ha quedado impregnado del perfume de su aliento. De este bello diálogo, lleno de vida y de amor, surgimos también nosotros.
Y un buen día, viendo que lo que surgió de su Palabra caminaba por oscuridades de muerte, el Padre quiso no sólo hablar con el Hijo, sino que a través del Hijo quiso hablar con nosotros; quiso decirnos de dónde veníamos y hacia dónde nos dirigiéramos, porque andábamos camino de ser carne fría, muda y sin vida. Y no encontró Dios otra manera de hablamos que haciéndose Él mismo Palabra, y también carne; carne nuestra. Y fue así como nos regaló a Jesús, de María la Virgen esposa de José, el hijo de David, y Dios comenzó a decirse, a contarse, porque, ¿de qué otra forma podríamos nosotros comprender el ser de Dios, lo que hay en su corazón, sino a través de bellas imágenes de vida? Y comprendiendo esto el Discípulo Amado, nos narró a su vez las comidas en las que Jesús, Dios, es nuestro Pan, nuestro Vino y nuestra Agua; nuestra Luz y nuestro Pastor; la Puerta de la vida, la Resurrección que destruye la muerte; la Palabra que hace resonar a Dios en el corazón y en la historia, de tal manera que, como afirma Xabier Pikaza, no sólo en Jesús Dios se nos narra, sino que por este diálogo, cada vez que en nuestras acciones, en nuestras historias, cuando comunican vida y amor como Jesús, nosotros mismos narramos a Dios y, como Jesús, nosotros mismos nos hacemos palabras de Dios en el mundo. Cada vez que nos hacemos signos de comunión y liberación, nos hacemos presencia de Dios y damos testimonio de su Vida, de su Amor y de su Luz.
Lo triste es que esta Palabra venga a los suyos y los suyos no lo reciban, prefiriendo ser carne fría, muda y sin vida; que haya quien se niegue a narrar a Dios porque han vaciado su corazón de misericordia, servicio y fraternidad, y prefieren el orgullo del poder o la vanagloria del dinero y, sin darse cuenta, poco se marchitan como rastrojos grises dorados una vez terminada la siega; decaen como un puñado de nieve en el sol mientras sus ojos pierden el brillo, como una llama en su extrema vacilación en torno de la mecha consumida, y la vida se les va sin más sentido que el del trayecto de una gota de lluvia. Nosotros contemplamos en este día a Jesús, en el cálido regazo de María, en el silencioso amparo de José. Nosotros contemplamos a José, el Niño en quien Dios nos habla, el Niño con el rostro color de la vida, porque tiene el rostro de Dios, lleno de gracia y de verdad.
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