Lucas 16,1-13
Era el año 1998, Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubezki todavía no eran los
reconocidos cineastas ganadores de Óscares que son ahora, uno como director y guionista;
y el otro, como fotógrafo; pero ya iban para allá. En ese año estrenaron su
versión adaptada a la época moderna de la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens. Recuerdo mi camino al cine
con Carlos, alias “Cha”, mi compañero de la facultad, quien me contaba que una de las características
del filme era que en cada una de las escenas siempre aparecía algo verde, el
paisaje, la ropa de los actores, los ojos de Estella, la protagonista, en fin.
La cinta cuenta la historia de Finn, un chiquillo pobre y huérfano quien,
pintando peces a la orilla del mar, en su cuadernillo, es abordado y amenazado por un convicto
prófugo, quien le pide comida y ayuda para liberarse de los grilletes que
lleva. Con todo, la mayor desgracia de Finn será enamorarse de Estella, la niña
rica del pueblo, que vive con una tía excéntrica a la que Finn deberá
entretener algún tiempo más tarde, la señorita Havisham, que siente un profundo
rencor hacia los hombres desde que uno la dejó plantada el día de su boda.
Pasan los años en lo que dura un baile de pareja entre Finn y Estella;
ella va a Nueva York a estudiar y Finn recibe la noticia de un misterioso benefactor,
gracias al cual podrá viajar también a Nueva York, donde se formará como pintor
y se reecontrará con Estella en una sugerente escena de beso en una fuente.
Todo hacía pensar que el misterioso benefactor no era él, sino ella, la tía,
que habría apoyado a Finn para hacer de él un hombre digno de su sobrina. Sin
embargo, casi al final nos enteraremos, que el benefactor y el comprador de
todas las pinturas de Finn es el antiguo preso al que éste ayudó un día en el
cementerio. Y tan malo y amenazante que apareció en esas primeras escenas.
Sorpresas se lleva uno. Algo similar podría suceder con la escena del
evangelio.
Jesús cuenta una parábola sobre un administrador en apariencia infiel y
muy sagaz. La parábola la narra Jesús a sus discípulos apenas después de las
tres que contó a escribas y fariseos sobre la misericordia. A primera vista,
pareciera que esta nueva parábola habla sobre el dinero, y sobre el uso que
habría que darle; es decir, aunque fuera injusto, usarlo para ganarnos gente
que interceda por nosotros en el día del juicio, de tal manera que podamos
vivir en la mansión eterna. Sin embargo, la parábola viene precedida de una
serie de escenas en las que Jesús es criticado por escribas y fariseos, quienes
confrontados y espantados por las actitudes y los mensajes de Jesús: ¿curar a
los leprosos?, ¿comer con cojos, ciegos y publicanos?, ¿perdonar a pecadores?,
¿dejarse tocar por prostitutas? Definitivamente Jesús no concordaba con lo que
para ellos era el modelo de decencia y buenas costumbres. Seguramente que, con
sinceridad y buena voluntad, en su oración escribas y fariseos acusarían a
Jesús ante Dios por las blasfemias cometidas, y por su ligereza en tratar con gente
de mal vivir, según ellos.
En principio, Jesús dice que el administrador fue acusado, aunque nunca
se aclara si las acusaciones eran o no ciertas. El amo manda traer a su
administrador, le pide cuentas y lo retira de su cargo. El otro, reacciona renegociando
las deudas que tienen con su amo algunos de sus deudores, con el fin de ser
recibido por alguno de ellos en cuanto sea definidamente despedido. El amo
alaba el comportamiento de su administrador, a pesar de la merma en su dinero. En
la lógica de aquel tiempo, esta reacción está justificada. En aquella época el
valor social más importante no era el dinero, sino el honor; un halago público,
aumentaba el honor del halagado, y éste quedaba “en deuda de honor” con quien
halagaba. Por el contrario, una deshonra exigía satisfacción, una reparación
del honor lastimado o disminuido.
Así, aunque su dinero había disminuido, el honor del amo se veía aumentado:
los deudores halagarían y agradecerían al amo por el benevolente gesto de
disminuirles sus deuda, pues todas las transacciones que llevará a cabo él
administrados se consideraban como hechas por el propio amo. ¿Será que con esta
parábola Jesús estaba contando a sus discípulos lo que traía en su corazón; es
decir, la sensación de sentirse injustamente acusado? San Ambrosio de Milán
decía que este administrador sagaz era Jesús mismo. Acusado ante Dios por
escribas y fariseos, Jesús se mostraba como derrochador de la gracia de Dios.
Con su actitud de misericordia, Jesús “renegociaba” con los pecadores en nombre
de Dios, Jesús es el único que toma nuestras deudas y las disminuye.
¿Derrochaba la misericordia? Probablamente sí. ¿Eran ciertas estas acusaciones
delante de Dios? Sí, probablemente sí.
Sin embargo, Jesús lograba también su objetivo: perdonando a los pecadores,
curando a los enfermos, siendo solidario de los pobres, defensor lo mismo de
las viudas que de las prostitutas, Jesús rechazaba la Ley de la Pureza, redefinía los referentes del perdón y, lo más
importante, Jesús era recibido en las casas, que eso es lo que quería el
administrador sagaz y aumentaba el honor de su amo, el Padre Celestial. De tal
manera que, lo mismo que en Grandes esperanzas, el que en un principio fue
presentado como villano, en este caso Jesús por parte de los fariseos, terminó
siendo el héroe que aumentó el honor de Dios y nos enseñó, en esta y en tantas
ocasiones, que al que se le perdona mucho ama mucho, pero que el que siente que
no tiene nada de qué pedir perdón, ni siquiera a Dios, no sabe amar; ni se ha
sentido amado, ni sabe comunicar amor.
Acusado finalmente de blasfemo por los judíos; y de sedicioso por los
romanos, Jesús morirá en la cruz como un proscrito. Sin embargo, el Padre lo
reivindicará resucitándolo. Saber que su misericordia es infinita es fuente de grandes esperanzas. Ojalá que a partir de Jesús demos a cada escena de
nuestra vida, en el paisaje, en nuestras palabras en nuestros gestos, el color
de la misericordia.
Comentarios
Publicar un comentario