Lucas 13,22-30
Pareciera tragedia nacional esto de no ganar medallas en los juegos olímpicos, tragedia que estamos condenados a sufrir cada cuatro años; lo mismo pasa en el mundial de futbol, el rey de los deportes en México, y en cada competencia futbolística, llámese Copa América, Copa Concacaf. No sé si por malformación genética o por manipulación televisiva, pero generalmente llegamos a la justa deportiva sintiendo que tenemos la copa en la manos o la medalla puesta, porque somos los mejores de la zona, porque contamos con la mejor afición, porque ya ganamos el torneo anterior, porque México entero rezó a la Guadalupana, todas las razones son válidas para soñar la gloria olímpica, los triunfos mundiales. Y sucede que no ha habido aún silbatazo inicial, y nosotros ya nos vimos festejando alrededor del ángel, con nuestras mejillas tricolores, los sombreros de Pique, y la infinita y patriotera variedad de "¡Viva México...!"
Y todo para qué, para venir luego a sufrir la derrota, y a buscar las balsámicas excusas que nos permitan paliar el dolor y engañarnos a nosotros mismos porque los fracasos son duros de asimilar, y entonces es mejor vociferar que si no fuera los jueces, que no quieren a los mexicanos, porque después de Raúl González y Ernesto Canto en la caminata de los olímpicos de Los Ángeles 84 los jueces nunca nos han querido y se van valido de los puentes para descalificarnos; o porque Mejía Barón se guardó los cambios; o porque las autoridades deportivas del país son corruptas y ajenas al medio, y justamente porque sí lo son, los deportistas deciden que terminando la competencia no se dedicarán al deporte, sino a la política, porque, como dice Juan Villoro, en México los deportistas prefieren ser senadores, diputados y gobernadores en vez de seguir entrenando, porque la política rinde más que el deporte. Y terminamos haciendo mofa de la desgracia, y nos consolamos, nos reímos y decimos que en la raíz del fracaso están las posadas y las cantinas, porque de niños aprendimos que no queremos oro ni queremos plata, y de adultos no dejamos de cantar que no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar, porque al fin y al cabo con dinero y sin dinero, con medallas o sin medallas, con copas o sin copas, seguimos siendo reyes. Síndrome de José Alfredo, habría que llamarlo.
Con todo, algo similar pasa en el asunto de la salvación, con pocas pero sustanciales diferencias. Todo se derivó de la pregunta lanzada a Jesús por alguien en quien otro alguien, con dudosas intenciones, sembró la duda: ¿son pocos los que se salvan? La respuesta de Jesús fue en otro nivel. Y fue una respuesta doble. Jesús no respondió cuántos se salvan, sino quiénes. Se salvan, en primer lugar, los que se esfuerzan: esfuércense por entrar por la puerta angosta. Ya sabemos que en las competencias sólo hay un campeón, y que en los juegos olímpicos hay dos premios de consolación, la plata y el bronce, para quienes el esfuerzo, aunque insuficiente, fue meritorio. En esto de la salvación, lo importante para alcanzarla, es el esfuerzo.
A pesar de los pesares, de los fracasos y las expectativas frustradas, México tuvo pocas pero emblemáticas medallas: la de quien antes de subirse al cuadrilátero, aprendió a recibir los golpes de la adversidad y se ganó su lugar a golpes de valentía y tenacidad; la de quien cambió el box por la caminata, porque comprendió que no nació para pelear, sino para hacer camino; la de quien se subió a la plataforma de 10 metros no queriendo que le quedara grande la camiseta de los clavadistas históricos de nuestro país y entrenó duro para dar la talla; la de quien, siendo la campeona del mundo, no se durmió en sus laureles y salió no a defender sino nuevamente a conquistar el lugar que corresponde a los mejores del planeta.
Ganaron los que estuvieron convenientemente preparados, no como Miguelito el día del examen. La maestra lo llamó al frente; le preguntó: "Los verbos terminados en 'ER', ¿corresponden a la primera, a la segunda o a la tercera conjugación?" Rebuscó Miguelito en su bolsillo: "A ver si tengo aquí... ¡sí!" Y anotando con un bolígrafo en una tarjetita, dijo a la maestra: "Le dejo mi teléfono... ahí está. A eso de las cuatro usted me llama, que yo le tengo averiguado este asunto..." Ganaron quienes se esforzaron; ganaron porque llegaron preparados, otros quedaron cerca, pero ya se preparan para la siguiente oportunidad. Para ellos, la contienda no empezó ayer en Río, comenzó hace cuatro años en ellos mismos, y ahí, entonces, comenzaron a ganarse la gloria. En esto de la salvación, lo mismo que en los torneos deportivos, la gloria es para los que se esfuerzan, para los que sudan, para los que se ganan la vida a golpes de bondad y de misericordia; para los que no buscan los pretextos que justifiquen su mediocridad o su indiferencia
En segundo lugar, se salvan los que salvan a otros. Las ciudades entonces estaban amuralladas, y las murallas tenían grandes puertas que se abrían de día y se cerraban durante la noche. ¿Y si por alguna razón fuerte alguno llegaba de noche? ¿Debía pasar la noche a descampado y en peligro? Para eso había también una puerta angosta, custodiada la noche para evitar el paso de los ladrones. Entrar por la puerta angosta significa la posibilidad de entrar en la noche, durante la oscuridad; entran por la puerta angosta los que salvan a otros de la pobreza, de la indigencia, del abandono, de la exclusión, de la proscripción. Ojalá estos no sean pocos o muchos, ojalá que salvándonos unos a otros los que nos salvemos seamos todos.
Poeta nacido en Alejandría, de padres griegos, Konstantino Kavafis escribió en 1911 un bello poema llamado Ítaca, en el que tiene de trasfondo el viaje de Ulises de regreso a su tierra natal en la isla de Ítaca, luego de la guerra en Troya, en el camino tuvo toda suerte de aventura contra fieros y demoniacos enemigos como los lestrigones, los cíclopes y Poseidón:
Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencia, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
A Lestrigones ni a Cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.
Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperlas y coral, y ámbar y ébano,
perfúmenes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y
delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.
Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras
emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te
engañará Itaca.
Rico en saber y vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Ítacas.
En esto de la salvación, escuchando las palabras de Jesús, uno podría preguntar no sólo cuántos se salvan, sino qué es la salvación, que a veces sin más identificamos con el cielo. El poema de Kavafis nos ayuda a entender que en el camino de la salvación lo importante no es simplemente la meta, Ítaca, el cielo, sino el camino mismo, lleno de belleza, conocimiento y experiencias. En el camino a Ítaca hay que visitar Egipto para buscar su sabiduría, y Fenicia, para comprar sus perfumes. Camino al cielo, hay que visitar el Evangelio, y aprender de su sabiduría; hay que visitar la misericordia, y expandir su fragancia y con ellas aventurarnos a alcanzar la salvación. Sí, allá está el cielo, pero acá está la historia; allá está el banquete celestial, pero acá están lo que tienen hambre; allá está la unidad, pero acá está la lucha contra la división; allá es la fiesta de la fraternidad, acá hay madres que aún buscan a sus hijos; allá nos darán la corona de la gloria, acá nos la ganamos; allá celebraremos, acá nos hacemos dignos de la fiesta. Cuando así vivimos comprendemos qué esto es de la salvación, en qué consiste la corona de la gloria y dónde de verdad está el cielo. Para llegar ahí, ahora sí, como cantaba José Alfredo, lo importante no es llegar primero, sino saber llegar.
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