Lucas 12,49-54
Verano del año 2004. Boston, al noreste de los Estados Unidos. Inicio de la convención del Partido Demócrata. Es elegido como orador para el discurso de apertura un joven alto, delgado, de raza negra; candidato al Senado por el estado de Illinois, de labios sonrientes, mirada sonriente y orejas sonrientes; camina ligero, como quien se ha sacudido el fardo del dolor y el ressentimiento cargado durante siglos de oprobiosa segregación racial. Comenzó su discurso contando su historia, la de su abuelo, que era cuidador de ovejas en Kenia quien, queriendo para su hijo algo mejor, le consiguió una beca en Estados Unidos. Y ahí el hijo conoció a la mujer que sería su esposa, y ellos fueron quienes dieron al entonces candidato a senador un nombre africano -en realidad, proveniente del hebreo- Barak, que significa "bendición", convencidos de que una tierra de tolerancia, el nombre no es un obstáculo para alcanzar el éxito.
La nación estadounidense escuchó esa noche un discurso tan Bello como fuerte, alentando a la unidad. Dijo a sus compatriotas que no creyeran a los maestros de la división, que el país no estaba divido en estados demócratas y estados republicanos; es decir, estados azules y estados rojos, pues simplemente había Estados Unidos de América; que no había una América blanca y una América negra; una América latina y una América asiática, sino sólo Estados Unidos de América. Y a aquel hombre descendientes de esclavos que muchas veces cantaron en la noche alrededor de una fogata cantos de libertad, el mundo le creyó. A la postre sería el primer presidente negro de la nación que él llamó "la más grande del mundo", y aclaró que su grandeza venía no de la altura de sus edificios ni del poderío de su fuerza militar ni del tamaño de su economía, sino de la fe de los primeros habitantes del país plasmada en la Constitución de los Estados Unidos: que todos los seres humanos habían sido creados iguales por Dios, y tenían todos los mismos derechos innegables dados por el Creador: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Así que escuchando a Jesús hablando de división, a uno le nace la duda: ¿tenía el joven Obama más claras las ideas que Jesús? Otro varón negro que llegaría a ser presidente de su país, Nelson Mandela, afirma en su autobiografía que los 27 años que pasó en la cárcel por luchar por la igualdad de los negros en la Sudáfrica del Apartheid le sirvieron para entender que su lucha no era contra los blancos, sino contra el racismo. "¡¿Y por qué tengo que obedecerte?!", gritó un día Mafalda a su mamá. "¡Porque soy tu madre!, contestó. "Pues si es cuestión de títulos", reviró Mafalda, "¡yo soy tu hija! ¡Y nos graduamos el mismo día!" Valiéndose de las relaciones familiares de su tiempo, Jesús habló de la división que veía: la de quienes únicamente sabían relacionarse de manera desigual, vertical: padres contra hijos, madres contra hijas y suegras contra nueras. Pero nunca habló de divisiones entre hermanos. Jesús dirigió sus palabras a sus discípulos, hombres y mujeres que habían dejado a sus padres, a sus familias, sus casas, sus tierras, sus trabajos, su estabilidad y su futuro por seguir a Jesús, no sólo por su carismática sonrisa, sino por la verdad contenida en sus palabras: que Dios es bueno, que es Padre de todos y que a todos nos ama por igual, independientemente de nuestros méritos. Obama afirmó en aquella noche del 2004 que un niño que no sabe leer en el lado pobre de Chicago me importa, aunque no sea mi hijo; que un anciano que mes a mes se debate entre pagar la renta y comprar su medicamento me hace más pobre, aunque no sea mi abuelo; que una familia árabe abusada por la ley merma mis derechos civiles. En el lenguaje del evangelio, esto se llama fraternidad, y sólo se construye cuando, movidos por el Espíritu de Dios, nos reconocemos como iguales; igualmente valiosos, igualmente necesarios, igualmente amados.
Sin duda que Jesús quiere que nuestras luchas no sean contra nosotros mismos, sino contra lo que nos divide, que comprendamos que la lucha no es contra el pie que oprime el cuello de un hermano, sino contra la bota que se calza creyendo, ilusamente, que eso lo hace superior. Jesús quería que el fuego del Espíritu que había traído ardiera ya y ardiera en todos los corazones, en las calles y en las Iglesias, porque esto de que algunos se crean más o mejores, o más buenos o más dignos que otros, es un mal espíritu que se cuela en todas partes. En aquel julio de 2004 Obama esperaba que sus conciudadanos sintieran la misma energía que él, la misma pasión que él, la misma urgencia, que él, la misma esperanza que él. También Jesús sentía energía, pasión, urgencia y esperanza, la esperanza de que ardiera su Espíritu; no el espíritu que nos hace poner el pie encima del otro, sino el Espíritu que nos pone a los pies del otro para servirlo; no el espíritu que nos hace vernos con superioridad, sino el Espíritu que nos hace vernos con compasión; el Espíritu que nos entregó en la cruz, y por el que renunciamos a las falsas superioridades para entregarnos al servicio de todos; para que todos, unidos alrededor de la misma mesa, y alimentados por el mismo Pan y el mismo Vino, demos testimonio de ser parte de no la Iglesia liberal o la Iglesia conservadora, sino de la única Iglesia, la de los hijos de Dios; y unidos alabemos al mismo Dios, a quien llamamos Padre, y demos testimonio de la unidad de la fe, de la fuerza de la esperanza, y de la universalidad de la Iglesia.
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