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"A mí me gusta mucho, mucho estar aquí"

Lucas 14,1-24

El jueves de la semana antepasada viajé a San Luis Río Colorado, en la línea fronteriza entre Sonora y Arizona, y avisé esa mañana en el chat de amigos de la secundaria: "Amigos, me voy a la frontera", y con los respectivos emoticones de micrófonos y notas musicales, añadí: "¡A mí me gusta mucho estar en la frontera, donde la gente es más sencilla y más sincera...!" Pero cuando bajé del avión en Mexicali, y me recibió el sopletazo de calor de 40 grados, avisé de mi llegada: "Amigos, ¡como ya no me está gustando mucho estar en la frontera!", como que de eso no hablaba la canción de Juan Gabriel y olvidé prepararme psicológicamente para ese calorcito.

Así es la vida, un tejido de canciones y experiencias. Una canción deja de ser una simplemente una canción porque la hemos asociado con una persona, un lugar, una aventura... Y guardamos este tejido de canciones y experiencias ahí donde guardamos lo más valioso, tan seguro que nadie puede robarlo, ni siguiera la muerte: el corazón. Los primeros cristianos también eran así. Desde que comenzaron a reunirse para confesar y celebrar su fe en Jesús como Señor, lo hicieron cantando en sus reuniones. Primero cantarían sus cantos, los salmos y los demás himnos de lo que conocemos como Antiguo Testamento, entendiéndolos y comprendiéndolos a la luz de Jesús; después compondrían sus propios cantos en honor a Jesús. Y así, por ejemplo, Jesús fue cantado como el buen Pastor.

No es de extrañar que muchos de sus cantos estuvieran asociados a la manera en que Jesús comía, y resaltando los gestos y las acciones de Jesús en las comidas. Quizá en una de esas primeras reuniones cristianas, recibiendo del más anciano de la comunidad, del presbítero, el pan y el vino consagrados, el Cuerpo y la Sangre del Señor, se acordaran de un canto cuya melodía desconocemos, pero cuya letra conocemos gracias al Apóstol San Pablo, quien la citó en su carta a los cristianos de Filipos, para invitarlos a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús:

El cual, siendo de condición divina,
no reivindicó su derecho
a ser tratado igual a Dios, 
sino que se despojó de sí mismo
tomando la condición de esclavo.

Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, 
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó y el otorgó el Nombre 
que está sobre todo nombre. 
Para que al nombre de Jesús 
toda rodilla se doble 
en los cielos, en la tierra y en los abismos, 
y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, 
para gloria de Dios Padre.

Los primeros cristianos fueron perseguidos. Los cristianos que venían del judaísmo fueron expulsados de la sinagoga por los judíos que no aceptaron a Jesús como Salvador y Mesías; algunos otros, venidos también del paganismo, fueron perseguidos a muerte por el Imperio Romano. En Roma se reunían en catacumbas, en secreto. Pero en el momento de tener a Jesús en sus manos, cantaban agradecidos y jubilosos que el Señor estaba con ellos. Un día acompañó Miguelito a Mafalda por la calle para conocer el carro que iba a comprar su papá. Lo llevó hasta un carro pequeño y viejo. Le preguntó Miguelito: "Pero... ¿a vos te alegra en serio que tu papá vaya a comprarse un auto así?" "Por supuesto, Miguelito", respondió Mafalda, "es uno de los pocos autos en los que lo importante sigue siendo la persona". 

El diálogo de Jesús con los fariseos en casa de uno de ellos no tiene que ver tanto con lugares, cuanto con las personas. Jesús se preocupa por la vida y la salud del que estaba enfermo, por eso lo cura ahí mismo, a pesar de que era sábado; busca los últimos lugares no por modestia o baja autoestima, sino por ahí están los últimos, los pobres, los que tienen hambre, de los enfermos, de los marginados. Los que buscan los primeros lugares, sólo se aman a sí mismos. Por eso Jesús sugiere a su anfitrión que no invite a su familia ni a los vecinos ricos, gente que pueda corresponderle la invitación, sino a los pobres y a los enfermos, los que no pueden pagarle. Alguno de los invitados ironizó diciendo qué dicha si éste era el banquete en el reino de los cielos. Jesús reiteró con una parábola que éste es el banquete de Dios, y que los ricos no asisten porque andan cuidando su bienes, su dinero, o sus relaciones de con gente influyente. 

Y así, a pesar de ser últimos, pobres y perseguidos, Dios estaba con ellos. Dios siempre está con nosotros, así sea el último rincón. El apasionado amor de Dios por nosotros lo lleva a estar con los últimos. María Briseño me contó de una cena o comida con el Director Gneral de una importante compañía de llantas, donde se sirvieron pescados y mariscos. A cada comensal le dieron su respectivos agua con rodajas de limón para lavarse los dedos y quitarse el desagradable olor que deja el pescado. Pero uno de ellos no supo de qué se trataba y se bebió el agua, los compañeros se burlaron; el Director, en cambio, bebió su agua, igual que su colaborador. A pesar de estar presidiendo la mesa, su corazón estaba con sus trabajadores, particularmente con el que sufrió la burla. Así es Dios.

Lo importante, pues siempre es el corazón. Y seguro que aquellos primeros cristianos, pobres y perseguidos, con el Señor en sus manos, escuchaban, en lo secreto del corazón, la voz del Señor que les cantaba, jubilosa y apasionadamente, como canción de Juan Gabriel: "¡A mí me gusta mucho mucho estar aquí!"


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