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Dinero y riqueza

Lucas 12,13-21

Oxfam, una organización internacional que agrupa a diferentes organismos no gubernamentales, y cuyo nombre viene de Asociación de Oxford contra el hambre, estimaba a principios de este año, cruzando datos de diferentes instituciones y publicaciones como Forbes, que 62 personas tienen tanta riqueza como la mitad de la población mundial; es decir, los 62 más ricos tienen tanto como tres mil setecientos cincuenta millones de personas. Según Oxfam, estamos hablando de 53 hombres y 9 mujeres que, en conjunto, poseen aproximadamente 1.76 billones de dólares, equivalentes, con base en estadísticas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, a 154 mil veces el valor de lo producido en México durante en el 2015. No hacen falta muchas matemáticas para darse cuenta que hay personas que en unos días ganan más que un país en un año. La situación, según la misma Oxfam, lejos de suavizarse, se va agudizando con el paso de los años, de tal manera que hoy en día el 1% de la población posee más riqueza que el resto de la población mundial. Es verdad, producimos más que antes, pero también unos cuantos acaparan más que nunca.

¿Podría, entonces, este 1%, solucionar el problema del hambre y de la pobreza en el mundo? Sin duda. En Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad, Yuval Hoah Harari constata que en el mundo se producen cada día alimentos suficientes para toda la población; y que se genera un ingreso real suficiente para dotar a la humanidad de los satisfactores básicos. El problema no es que no haya dinero o alimentos, el problema es que están en pocas manos, muy pocas manos. Y el problema no son las manos, sino el corazón que las mueve.  No es un problema nuevo, creo que es casi tan viejo como la misma humanidad. Susanita, la copetona amiga de Mafalda, le preguntó un día, sentadas las dos: "¿Cuánto gana tu papá?" "No sé", le respondió, "¿y el tuyo?". "Tampoco sé, pero gana más que tu papá", contestó a su vez Susanita, ufana. "¡Si no sabes cuánto gana ninguno de los dos, no podés afirmar eso!", replicó airada Mafalda. "¡No es cuestión de afirmar nada, sino de no estropear mi esquema!", dijo Susanita. A Jesús, nuestro Señor y Maestro, le caló hondamente, y no concebía cómo es que en la familia de los hijos de Dios hubiera pobres; le dolía constatar que entre los hijos de Dios hubiera hijos que amaran más a sus riquezas que a sus hermanos, ¡aun sabiendo que se trataba de sus propios hermanos!, como refleja la situación desesperada de aquel hombre que le pidió que intercediera por él para que su hermano compartiera con él la herencia. Probablemente se trataba de al menos dos hermanos cuyo padre murió y la herencia pasó de manera natural al hermano mayor. 

Fue la ocasión que dio pie a Jesús para contar la parábola de un hombre enfermo de riqueza y avaricia, que pensaba en acumular más y más para sí; de modo que decidió ampliar su granero, sin saber que esa misma noche moriría; Dios lo llamó "estúpido". Algunas traducciones son más suaves, y ponen "insensato", pero creo que no tienen el mismo alcance de sentido. Jesús constató además que el dinero no sólo corrompía a la gente, sino que funciona como si fuera un dios, un dios perverso y alienante, capaz de disputar con Yahvé, el Dios de Israel, el Dios de la paz y de la justicia; el Dios de la compasión y la misericordia, el Dios de la fraternidad, el Dios cuyo reinado simbolizaba en una mesa alrededor de la cual todos tienen un lugar y donde la comida alcanza para todos; una mesa a la que, con lo atractivo que pudiera sonar, no cualquiera quiere acercarse, porque ello significa despojar al corazón de orgullo y avaricia y, por lo tanto, despojar al bolsillo de los pesos que lo mantienen lastrado en el orgullo y la avaricia.

Elsa y Fred cuenta la historia del romance liberador, tierno y atrevido de Elsa, de 82 años, enferma y desprejuiciada; y Alfredo, recién viudo de 78 años, y algo enfermo del corazón; miedoso e hipocondriaco, como reconocerá él mismo frente a Elsa, a la que definió como una "loca, loca, loca". Elsa invita a Fred un buen día a salir a cenar a un lugar desmesuradamente rico y caro. Cuando piden la cuenta, ambos están de acuerdo en que se trata de un robo a mano armada. Él pregunta a ella si tiene dinero para pagar la cuenta, sin dejar se asombrarse por lo mucho que le cobran por un pedazo de carne y un postre. Ella le responde que no se trata sólo de un pedazo de carne y un postre, "es la mejor noche de tu vida", le dijo, y eso no tiene precio. "Las mejores cosas", continuó, "no tienen precio, y cuando las cosas no tienen precio, no se pagan", así que a pesar de la incredulidad y las protestas de Fred, se impondrá la idea de Elsa, y los dos viejitos saldrán del restaurante sonrientes, sin prisas y tomados del brazo ¡sin pagar la estratosférica cuenta!

"Te invitamos a cenar", me dijo un tiempo una joven pareja de buenos amigos. Mientras íbamos en el carro, él me contaba: "Como le digo a ella, ricos ya no nos tocó ser, así que seguido salimos a comer o a cenar a algún buen lugar, no de ricos, pero sí donde disfrutemos el rato y la comida." Ricos ya no somos y no lo seremos, no por lo menos de es 1% que acapara la riqueza del mundo y cuyas decisiones determinan el rumbo de la economía. No vamos a arrebatar su dinero a los ricos, y quizá no nos alcance la vida para ver que éstos reconozcan que los pobres son hermanos suyos que mueren de hambre y de indiferencia. Pero con todo, podemos reivindicar ser dueños de nuestro corazón. Sigue estando en nosotros la capacidad de no dejar que el corazón se venda por nada al dinero; sigue en nosotros  la posibilidad de alimentar el corazón con la Palabra de Dios y el Espíritu de Jesús, para que aprendamos a sentarnos en la mesa de la fraternidad y de la justicia. Para que nos alejemos del triste banquillo de los que se arrinconan en la mezquindad y el egoísmo. Para comprender que no es lo que acumulamos sino lo que vivimos lo que de verdad nos hace ricos; podrá ser un lugar común decir que el dinero no da la vida, al menos eso se viene repitiendo desde que el Señor Jesús contó esta parábola, pero ahí está el museo Suomaya, como triste y elocuente ejemplo del hombre más rico que levantó un museo para su museo, vanguardista obra de arquitectura que exhibe entre sus muros obras salidas del talento y de las manos de los más grandes artistas de los últimos siglos en occidente y, sin embargo, nada pudo contra el cáncer que le arrebató a su esposa. Lo seguimos viendo, lo seguimos padeciendo, ¿por qué, entonces, seguimos empecinados en la necedad, en la estupidez, en la necia estupidez, de darnos al dinero en vez de darnos al gozo compartido de comer juntos, lo mismo, en gratitud y en gratuidad, al rededor de la misma mesa?




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