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A los pies del Señor

Lucas 10,38-42

Hajime y Shimamoto se conocieron de niños. Protagonistas de la novela Al sur de la frontera, al oeste del sol, asistieron a la escuela; ambos son hijos únicos, y eso los unió con una empatía tal que Hajime compartió sus gustos por la música y la lectura, y aprendió incluso a caminar al ritmo de su amiga, coja. Pero terminan la primaria y ambos se separan, al inicio de la adolescencia. Es Hajime quien nos cuenta la historia. Sus evocaciones de Shimamoto a lo largo de los años que siguieron nos llevan a comprender que no se trató de una simple amistad de niños, sino la germinación de un amor más intenso y profundo. 

Más de quince años más tarde, Hajime encuentra en la calle a una mujer coja que camina como lo hacía Shimamoto; de la cintura para arriba parecía no estar coja, sino que iba un poco más lentamente que los demás; hacia abajo, sabe llevar la curvatura de su pierna con elegancia. Vestida con abrigo y lentes de sol que le cubren medio rostro, maquillado, Hajime no sabe si es o no su amiga de la infancia, y así decide caminar tras ella, a cierta distancia, aumentándola cuando hay menos gente si es por calles pequeñas; más cerca, si van sobre la avenida. Pasan más de cuarenta minutos. Ella entra en un cafetería, pide un café, que no toca siquiera; pasa subrepticiamente junto a él, para hacer una llamada en un teléfono de monedas (estamos en los años setenta), vuelve a su mesa, pide otro café, que tampoco toma; hasta que finalmente se retira. Hajime no ha dejado de contemplarla, fingiendo leer el mismo artículo de un periódico o revista. Finalmente ella se levanta, sale del café y toma un taxi; Hajime decide finalmente abordar a la mujer, preguntarle si es Shimamoto, pero cuando quiere interceptar a la mujer, un hombre de menor estatura pero de mucho mayor musculatura y mirada de burócrata de alto rango, lo toma del codo y se lo impide. Con todo, logra traspasar el cristal oscuro de los lentes y detener un momento su mirada sobre los ojos de la mujer, que miraban hacia él. 

Varias veces se preguntó Hajime, y con él el lector, por qué no alcanzar a la mujer, dada su cojera no sería nada difícil, y simplemente preguntarle si ella era Shimamoto. Pero no, había que observarla, seguirla de lejos, de cerca, pero seguirla, contemplarla, hacer a un lado la mera curiosidad y sentir en todo el cuerpo y a través de él en todo lo que nos rodea, que el sentimiento que nos hace caminar, buscar, acercarnos, contemplar, es el amor. A la pregunta tramposa que le hizo un fariseo legalista, Jesús dejó en claro que se alcanza la cima de la vida y se accede a su plenitud cuando amamos a Dios y amamos al prójimo. La pregunta por la identidad del prójimo dio lugar a que Jesús contara la parábola del buen samaritano. Pero el narrador del evangelio pareciera darse cuenta que falta también un cuadro breve que nos diga cómo amar a Dios, y nos regala inmediatamente en su relato la anécdota de Jesús entrando en la casa de Martha y su hermana María. No nos dice que sea Betania ni que se trate de las hermanas de Lázaro, como cuenta la narración del Discípulo Amado, y es importante señalar el detalle, porque con ello el evangelista está destacando la importancia de estas dos mujeres, una, Martha, como anfitriona y dueña de la casa; y otra, María, sentada como discípula a los pies del Maestro, cosa que no estaba permitida entonces a las mujeres.

Un día Manolito visitó a Mafalda y a Guille. Desde la puerta contempló el vertiginoso trajín de que sus papás yendo y viniendo por toda la casa, con maletas, ropa, plancha y toda suerte de artilugios en las manos. "Es que son los últimos preparativos de las vacaciones que nos tomamos para descansar de los últimos preparativos de las vacaciones que nos tomamos." Quizá, yendo más allá, Martha y María hablan de la tensión, siempre existente en la Iglesia, entre la acción misionera y el servicio de caridad, y la aparente pasividad de la oración y la contemplación. Si al prójimo se le ama con total misericordia y por encima de escrúpulos y legalistas, al Señor Jesús se le ama escuchándolo, contemplándolo, sin prisas ni pragmatismo, sino intereses ni objetivos determinados distintos a los de sólo estar con Aquél a quien se ama. Dios tiene derecho a reclamar un tiempo en exclusiva para él, nos decía alguna vez Toño Rivera, cuando era Superior General y nosotros éramos novicios. En realidad, quien lo reclama es el amor. Más aún, la vecindad narrativa entre la parábola del buen samaritano, y la sosegada escucha de María a los pies de Jesús, a pesar del ajetreo y la preocupación que vive Martha, su hermana, nos comunican que en la Iglesia, en el cristianismo, la acción misionera y el servicio de caridad que importan y dan vida plena y verdadera, el que no cansa y el que se puede sostener con el mismo tesón y entrega a lo largo de los años, es el que se alimenta y se fortalece estando a los pies del Señor.

En mi último viaje a Houston, que en el plano de las estadísticas viene casualmente a ser también el primero, me encontré sobre una mesa de libros en el vestíbulo de la catedral, uno llamado, Cuatro signos de un católico dinámico, escrito por Mathew Kelly. El autor no es teólogo, sino asesor organizacional para las empresas; pero es católico y escuchando alguna vez mientras comía en un restaurante la conversación entre algunos sacerdotes, le llamó la atención que el de más edad consolara al más joven diciéndole que con el paso de los años las cosas no cambian ni aumentan sus feligreses. Con su espíritu de consultor, Kelly se puso a investigar qué tienen en común los católicos dinámicos, los más comprometidos, los más fieles, los que hacen la diferencia, los que hacen que la Iglesia crezca y el mundo sea mejor. 

El primero de los cuatro signos fue la oración. Sin ella no se dan los otros tres: estudio, generosidad y evangelización. Pero no la oración esporádica y espontánea, sino la oración que es parte de nuestra rutina y nuestra agenda; no la oración de grandes discursos, sino la de la fidelidad del corazón que sabe darse cada día un tiempo y un espacio para el Amado. El ser humano es bueno por naturaleza, porque es imagen y semejanza de Dios, pero para ser cristiano cabalmente no basta ser buena gente. Algunos han hablado de "cristianos anónimos", gente que busca y practica el reino de Dios, aun cuando no sea por convicción religiosa y se reconoce para ellos el acceso a la salvación. Pero eso ya no es aplicable para nosotros. A nosotros lo que nos compete es sacudirnos el anonimato y dar testimonio de nuestro amor por Dios y por su pueblo. Y aprender que para eso, lo mismo que Hajime frente a Shimamoto, hay que en algún momento dejar para después de las preguntas que nos agobian, y caminar detrás del Señor al ritmo  acompasado, contemplativo y silencioso del amor, hasta ponernos a sus pies y descansar en su corazón.

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