Juan 13,31-35
Dos asuntos deja en claro Jesús en este fragmento de sus palabras en la noche de la Última Cena, apenas después de que Judas saliera para consumar su traición. El primero, la plena presencia de Dios, su gloria, en ese momento y en los momentos venideros, es decir, la plena manifestación de su amor en la cruz, a pesar de la traición y de la negación. El segundo, el mandamiento, la exhortación de Jesús a sus discípulos de amarse unos a otros de la misma manera que Él, el Maestro, los ha amado. De manera que es este amor llevado al extremo el signo de nuestra identidad.
Las palabras de Jesús me recuerdan unos famosos versos de Jaime Sabines, los amorosos. Los cristianos, los seguidores de Jesús, tendríamos que ser los amorosos por excelencia. "El amor", dice Sabines, "es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable". Confronta que muchas veces, frente a la que gente nos incomoda, que no nos simpatiza, o que francamente nos repele, nuestra única respuesta sea el silencio. "Los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan". A lo largo del cristianismo ha habido hombres y mujeres que lo han abandonado todo por el amor a los últimos, a los que otros prefieren no ver; pienso, por decir un nombre, en la Madre Teresa de Calcuta, lo dejó todo, hasta su nombre verdadero, Agnes, para acompañar amorosamente en su muerte a los leprosos pobres de Calcuta. Pero también los hay quienes por el amor cambian; y en nombre del amor, son capaces de olvidar para perdonar. No hay que hacerlo, pero hay quien lo ha hecho, porque aman al extremo. Tarde o temprano, el amor cristiano crucifica, nunca mata, pero plenifica la vida en la cruz.
"Los amorosos andan como locos, porque están solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor. Les preocupa el amor." Carry y Betsy Te Boom, hermanas holandesas, ayudaron a judíos en tiempos del nazismo, pero fueron delatadas y llevadas a campos de concentración. Fueron testigos de la brutalidad conque los nazis trataron a una mujer con retraso mental. Se prometieron salir de ahí y establecer un lugar donde pudieran ayudar a esa gente, necesitada de Dios. Carry pensaba en la mujer; Betsy pensaba en los nazis.
"El amor,", escribe Sabines, "es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro". Aunque estén cansados, los amorosos no se cansan de amar; aunque estén heridos, no les duele el amor, y siempre están buscando y pensando cuál será el siguiente paso para seguir amando, para amar más, tanto como sea posible. Los amorosos "se ríen de las gentes que lo saben todo", los que aman no son arrogantes ni exigentes, son humildes y sinceros, y se saben frágiles y necesitados. Reconocen cuando fallan, saben, diría Benedetti, que "la culpa es de uno cuando no enamora, y no de los pretextos ni del tiempo". Un día estaba Mafalda sentada en la calle, y junto a ella pasó un policía con un cartel que decía: "No funciona". Mafalda caminó detrás de él, y el policía colgó el letrero en un teléfono público. "Creí que se lo colgaría a la humanidad", pensó Mafalda, acongojada.
Los amorosos saben que a veces "no han funcionado" según el amor, que a veces no ha funcionado la Iglesia, que la humanidad misma no ha funcionado. Algo anda mal, algo no funciona bien cuando damos amor a los animales que viven con nosotros, y nos desentendemos de los humanos, que son como nosotros; de los animales recogemos sus heces con mucho cariño, y está bien, pero a los indigentes sucios los vemos con indiferencia cuando no con asco. Y, sin embargo, no han faltado amorosos que alguna vez han visto por ellos.
El amor cristiano cree en lo imposible. "Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse." Son valientes, y prefieren permanecer en la cruz antes que salir huyendo. El amor cristiano parece imposible, la cruz revela que es posible. "Parece imposible, hasta que lo logras", decía Mandela. Para muchos, aun en pleno siglo XX en Estados Unidos, la igualdad social entre negros y blancos parecía imposible, como coger el agua o tatuar el humo. En uno de sus discursos, Martin Luther King exclamó: Ustedes podrán hacer lo que quieran, pero nosotros seguiremos amándolos. Métannos en las cárceles, y aún así los amaremos. Lancen bombas contra nuestras casas, amenacen a nuestros hijos y, por difícil que sea, los amaremos también. Envíen sicarios a nuestras casas en las tinieblas de la medianoche, golpéennos y, aun estando moribundos, los amaremos”. “Llegará un día en que conquistaremos la libertad, y no sólo para nosotros: los venceremos a ustedes, conquistaremos su corazón y su conciencia, y de ese modo nuestra victoria será doble". Y lo imposible irrumpió en la realidad. En este amor se nos juega la identidad.
Cuando la Madre Teresa no tenía dinero para las medicinas de sus pobres, ponía su mejor sonrisa, iba a las farmacias de Calcuta, buscaba a los dueños o encargados, y les hacía esta pregunta: "¿Te gustaría hacer algo hermoso para Dios?" ¿Será que querramos hacer algo hermoso para Dios hoy? La pregunta no es si podemos, sino si queremos. Escribió Benedetti: "Con tu puedo y con mi quiero, vamos juntos, compañero."
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