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Jesús y Simón. Amor de Dios, amor de amigos

Juan 21,1-19

Decía Rubén Cabello, sj, en el curso de escritos joánicos: “No entiendo porque, si el texto dice ‘carnero’, todo mundo traduce como ‘cordero’, no es muy romántico decir el ‘carnero de Dios’, pero a diferencia del cordero, el carnero ya creció, ya tiene cuernos, es decir, ya tiene fuerza, y ése el Señor Resucitado.” Me pasa algo similar con esta escena del cuarto evangelio. En la primera de las tres preguntas que hace Jesús a Simón, el sentido del texto griego cambia frente a las traducciones tradicionales, que ponen en boca de Jesús: “Simón, hijo de Juan, ¿amas más que éstos?”, como si hubiera manera de medir el amor por Jesús de cada uno de los personajes de la escena. La pregunta así lanzada me recuerda a Susanita, que leía noticias sentada en un sillón: “Tras discutir, mata a su cuñado... Una madre envenenó a sus dos hijitos… El asesino de la anciana confiesa su crimen” Para luego correr espantada a decir a Mafalda: “¡Si vieras!... Estuve leyendo lo buena que soy.”

El texto griego dice: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que a esto?” También podría ser: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que a éstos?” En todo caso, lo que queda claro es que Jesús pregunta a Pedro si lo ama más que a todos sus compañeros, o si lo ama más que a todo lo que ahí está: su barca, sus redes, vacías a mitad de jornada y llenas al final gracias no a su pericia, sino a la fuerza de la Palabra; más que a su oficio de pescador, más que a su nombre, más incluso que a su propia vida. Sobre eso sí puede dar Pedro una respuesta. Esta segunda parte de la narración recuerda las palabras de san Juan de la Cruz: “A la tarde, te examinarán en el amor. Aprender a amar como Dios quiere ser amado.” Y como la pregunta es muy personal, con nombre y apellido, cualquiera puede ponerse en el lugar de Simón y dejarse examinar de amor: ¿me amas más que a todo?

Lo segundo maravilloso del diálogo según lo que comunica el texto griego es el juego de palabras empleado para el examen de amor. Jesús usa la palabra “ágape”, amor de Dios, amor paterno, amor fraterno; Pedro, por su lado, usa la palabra “filía”, amor de amistad. Las traducciones intercalan los verbos “amar” para Jesús; y “querer”, para Pedro. Uno piensa en las canciones de José José, “casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar”. Creo que el sentido de las preguntas podría ser el siguiente:

—Simón, hijo de Juan, ¿eres capaz de amarme como Dios lo hace, más que a todo?
—Sí, Señor, tú sabes que somos amigos.

No parece que Pedro le diga: “bueno, sí me caes bien, y somos amigos, pero hasta ahí.” En todo caso, parece que Jesús aceptó la respuesta de Simón, y le dio un encargo muy peculiar: “apacienta mis corderos”, alimentarlos no con sus panes y sus pescados, sino con el Pan y el Pez que ya estaban sobre las brasas, y que son Jesús mismo; alimentar, pues, a los corderos, no de cualquier manera, sino con Jesús.

Por segunda vez lanzó Jesús la misma pregunta y recibió la misma respuesta:

—Simón, hijo de Juan, ¿eres capaz de amarme como Dios lo hace?
—Sí, Señor, tú sabes que somos amigos.

Quizá, junto a las brazas, junto a la fogata, Pedro comenzara a evocar los momentos de aquella noche en la que, sentado junto a una fogata (en el texto griego se usa la misma palabra para ambas ocasiones), interrogado por una sirvienta negó por tres veces conocer a Jesús. Quizá Pedro sintiera vergüenza de afirmar tan pronto su amor de amigos hacia Jesús, sabiendo como sabían ambos, que en el momento decisivo lo había negado, lo había abandonado y había huido. Pero aún así, aunque débil, no era hipócrita, su amor por Jesús era sincero, y por eso podía afirmarlo. Entonces tendría sentido lo que vimos en la primera parte de la narración, que Pedro quiere ir a pescar para superar el hartazgo, la pesadez de su vida sin Jesús, que aunque lo sabía vivo, no estaba presente con ellos; lo quería, lo amaba y lo extrañaba, lo necesitaba. Vivía con la vergüenza de haberlo negado, y por eso, al escuchar que estaba presente, se había cubierto con la túnica y no creyendo que fuera suficiente para ocultarse, se había arrojado al agua.

En la tercera pregunta, Jesús examina de amor haciendo suya la palabra de Pedro:
—Simón, hijo de Juan, ¿somos amigos?

Quizá Pedro evocaría en su interior las palabras de su Maestro en la cena de su despedida, en la misma noche de su negación y de su huida, momentos antes: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. A ustedes los llamo amigos.” Pareciera con ello validar su amor de amistad, pero también quizá estaría confrontando a Pedro con el alcance de sus palabras:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas de tal manera que darías la vida por mí?
Quizá Pedro en ese momento agacharía la mirada;  Jesús le tomaría la barbilla, levantaría su rostro y viéndolo fijamente, amorosamente, recibiría la sincera confesión de Pedro:
—Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que somos amigos—. En otras palabras,
—Señor, tú lo sabes todo, fallé una vez, pero aún así, estoy dispuesto a dar la vida por ti.


Sólo así, viviendo del amor de Jesús, viviendo por amor a Jesús, podría comunicar y a alimentar los demás con este mismo amor, y entonces, sólo entonces, está listo para de verdad y para siempre seguir a Jesús. El cristianismo no es una religión para ser en primer lugar mejores personas; no es una moral. En primer lugar nuestra fe es una relación de amor con Jesús, una amistad intensa con él; aunque frágil y quebradiza, pero sincera, al punto de estar dispuestos a dar la vida por él, no por interés ni por falta de opciones, por amor. Este amor a Jesús, que nos ha llamado “amigos” y ha dado la vida por nosotros, es lo que nos hace cristianos; de este amor brota nuestro alimentar a los demás con la fuerza de la Palabra, con la fuerza de los sacramentos, con la fuerza del amor. Sólo cuando de verdad amemos a Jesús por encima de todo, sabremos recibir y seguir su mandato: “sígueme.” Y seguirlo hasta la muerte.

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