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Tentaciones: El drama de la historia

Lucas 4,1-13

Al final de la misa de exequias, hay una oración en la que se le dice al difunto, que Dios que lo protegió en vida, lo librará de la muerte que acaba de sufrir. Cuando se celebra el funeral de una persona mayor, que muere tranquilamente en su casa, la oración suena sincera y es bien recibida. Cuando, en cambio muere alguien joven a causa de una enfermedad incurable o, peor aún, de la violencia, la oración desconcierta, a mí mismo me confronta: Dios que te protegió durante tu vida... la oración es asentida, pero en la mirada de los dolientes se percibe el desconcierto, pareciera que preguntaran: ¿de verdad lo protegió?

Este es el drama del relato de las tentaciones, y es el drama de nuestra historia. No se trata de las tentaciones como debilidad, como trampa, como libertad o poder y seducción de diablo hacia nosotros. El relato de las tentaciones desnuda la experiencia de nuestras propias contradicciones, la primera de ellas, la de ser imagen y semejanza de Dios en un mundo surgido de sus manos, por su Soplo, por su Espíritu, sin mal, pero con sus límites y sus reglas, que compartimos con el resto de la creación; y por otro lado, la ilusión de que Dios puede intervenir en nuestra historia de manera extraordinaria y resolver para nosotros los conflictos de la historia.

Frente al tentador, sometido también al orden de lo creado, Jesús reconoce sus límites, acepta su historia y se hace cargo de ella. Acepta esta historia, en la que el pan se hace de granos y no de piedras, y para ganarlo se suda y se cansa. Acepta que en esta historia el poder del mundo se ha corrompido y corrompe y se opone a Dios, podría ser distinto, pero no siempre lo ha sido. Acepta esta historia, en la que los ángeles no bajan del cielo de manera extraordinaria para evitarnos los accidentes, la violencia o la injusticia.

Quizá la gran tentación es la de manipular a Dios, falsear su Palabra. En el fondo, se trata de un acto de idolatría al propio yo, que arrogantemente ocupa el lugar de Dios, y toma a Dios como a un esclavo al que se da órdenes, un mercenario al que se compran favores, o una máquina cuyos resultados dependen de nuestra pericia para saber manejarla. Lo que busca el tentador es destruir nuestra relación con Dios, destruir de nuestro corazón la conciencia y la certeza de que somos sus hijos e hijos muy amados;  que estamos llenos de su Espíritu, como vimos en la escena del bautismo; que su espíritu es vida y es fuerza, y que es este Espíritu al desierto de la historia para vivirla con dignidad.

Y ahí enfrentaremos las contradicciones. La fuerza de Jesús frente a las tentaciones brotan de este Espíritu, Espíritu que es amor e intimidad entre Él y el Padre. En la oración experimentamos la fuerza de este Espíritu. En el desierto de la historia experimentamos el hambre, la pobreza, la violencia, la humillación, la debilidad, la fragilidad. Frente al plato de sopa, Mafalda cerró los ojos y comenzó a concentrarse: "concentrarse y no sentir... concentrarse y no sentir..." Pero conforme se acercaba la cuchara a la boca, cuando percibió el olor e intuyó el sabor de la sopa, gritó rabiosamente: "¡¡no me sale el yoga!!" Es lógico y natural anhelar la intervención sobrenatural de Dios, y podemos pedirla, clamarla... para luego sentir dolor y frustración si lo pedido no llega. Entonces la ilusión habría sido un paliativo, una anestesia cruel de la que despertaríamos para descubrir que no hemos sido curados.

La oración es confianza a pesar de lo que venga. Jesús se mantuvo fiel en su identidad de hijo y de hijo muy amado del Padre. Así fue como pudo hacerse cargo de su historia, a pesar de las contradicciones de ésta, de sus dramas y conflictos. Aceptó  que Dios estaba en la historia a través de sí mismo, de su Espíritu; que la experiencia de Dios brotaba de dentro, no le venía de fuera ni de lejos. Comprendió que la historia no es un mundo feliz de fantasía, pero sí un tremendo desafío de vida y libertad para todos, expresados en el júbilo de compartir la mesa y la comida puesta sobre ella, traída por el trabajo y el cansancio de las propias manos. Comprendió que no hay más poder y gloria que la de partir y compartir el pan y extender la mano para dejar que de ella se desborde la misericordia.

Un día, la mamá de Mafalda la sentenció: "¡Está bien! ¡No tomas la sopa, no comes postre!" Mafalda respondió indignada: "¡No la tomo y no la tomo! ¡Y yo sería una repugnante si hubiera algún soborno capaz de hacerme desertar de mis principios, traicionar mis creencias y vender mis convicciones!" La mamá le insinuó desde la cocina: "Panqueques". Y sorbiendo la sopa animadamente, Mafalda remató: "Qué asco me doy a veces". En el desierto de la historia no existe el mundo feliz, pero existimos nosotros, con nuestras contradicciones y fragilidades, pero con Dios en nosotros  y en su Palabra. En el desierto de la historia nos jugamos la vida y luchamos por mantenernos fieles al amor que nos ha dado la vida, nos aferramos a nuestra identidad de hijos amados y nos resistimos a que las tentaciones nos hagan olvidarla o renegar de ella, y aprendemos a caminar aún en medio de la noche, sabiendo que somos la imagen y la semejanza de Dios en la historia. Dice un canto de Alex Campo: "Busco tu presencia cuando el sol se oculta y la luna llega, te veo al mirarme en aquel espejo y, aunque pase el tiempo, me veo y te veo."

Ayer decía en la Basílica de Guadalupe el Papa Francisco que el santuario de Dios es la vida de sus hijos, todos y en todas sus condiciones, y que en la construcción de este santuario son más necesarios los que menos valen a los ojos del mundo. La pobreza no merma, la humillación no opaca, las balas no matan nuestra dignidad de hijos de Dios.

Entendiendo así la historia, me reconcilio con la oración de exequias. Buscamos ser fieles al amor de Dios en quien confiamos más allá de nuestras fuerzas. Creemos en el crucificado y en la vida surgida de la cruz. ¿Alguien se atrevería a decir que el Padre dejó solo al Hijo en la cruz? ¿Será que la cruz haya sido la consecuencia de que el Padre no protegió a su hijo? El Padre nos acompaña siempre, lo mismo que acompañó a Jesús, protege lo más nuestro y lo más profundo: nuestro corazón, nuestra identidad de hijos. Al final, Jesús no dudó de este amor ni tuvo dudas de quién era él mismo, llamó Padre a Dios; no cayó en la tentación de ceder al poder violento de este mundo, "perdónalos"; no perdió su confianza ni su esperanza puesta en el futuro: "en tus manos me encomiendo". Aceptando el drama de la historia, abrió el horizonte de la eternidad y nos enseñó a caminar por el desierto hasta hacernos dignos de ella.


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