Lucas 9,28-36
Platicaba un día Mafalda con su amiga Libertad:
-¿Y tu papá, Libertad, a quién piensa votar en las próximas
elecciones?
-Cállate, anda de una cara, ¡pobre!
-Ah, ¿todavía no se decide por ningún candidato?
-Sí, se decidió, ¡y anda con una cara, pobre!
-¿Por qué? ¿Piensa que ese candidato va perder?
-No, piensa que va a ganar, ¡y anda con una cara, pobre!
-No entiendo a tu papá, Libertad. Sabe a quién votar en las
próximas elecciones, piensa que ese candidato va a ganar… ¿y no está contento?
-No, ¡anda con una cara, pobre!
-Pero… ¿por qué? ¿Acaso supone que al candidato no lo van a dejar
gobernar?
-A veces supone eso, ¡y entonces anda con una cara, pobre! Otras
veces supone que sí lo van a dejar gobernar, ¡y también anda con una cara,
pobre!
-¡Pero jorobar!-, gritó Mafalda-, ¡si tanto le fastidia ese
candidato, por qué cuernos no se le no ocurrió votar a cualquiera de todos los
otros!
-Se le ocurrió, ¡y anduvo con unas caras, pobre!
El pasaje de la transfiguración, en la versión de Lucas, por
encima de su túnica resplandeciente, invita a contemplar su rostro
transfigurado. La intención espiritual de esta escena en la cuaresma es la
necesidad de los discípulos de Jesús de contemplar la gloria de Él para poder
soportar más adelante la cruz de su maestro. Pero no se trata de anestesia
contra el dolor, porque la anestesia embota la conciencia; tampoco es una
ilusión, porque “el destino de los ilusos es la desilusión”, escribió alguien.
Ver el rostro de Jesús es vernos a nosotros mismos, porque somos
su cuerpo en la historia; somos el pueblo prometido a Abraham, y hay que
imaginar también el rostro de Abraham al salir de la tienda, al anciano de
noventa años contemplando las estrellas en medio de la noche, escuchando la
promesa de que su descendencia será mayor que el número de las estrellas, su
mirada más brillante que cualquiera de ellas; su rostro alegre y esperanzado
volviendo a la tienda no para dormir, sino para soñar.
La fe no es anestesia, ni un falso consuelo. No es el espejo de
Harry Potter, en el que veía a sus papás vivos, a pesar de haber sido
asesinados años atrás, y su rostro resplandecía de alegría, porque en ese
espejo se reflejaban nuestros deseos más profundos, pero no eran una promesa de
verdad. El rostro de Jesús transfigurado es un rostro en el que vemos reflejada
nuestra verdad y la verdad de Dios. En Vaticano
2035 se nos cuenta en algún momento la historia de Pío XIII, papa mexicano,
templario de Cristo, de mentalidad conservadora y oscurantista. En su
pontificado, la humanidad es diezmada por una extraña enfermedad de la que no
se sabe cuál es su causa ni cómo se transmite. Pío XIII escribe una encíclica
llamada Nosotros, pecadores, en la
que asume que la enfermedad es un signo enviado por Dios para que nos
convirtamos de nuestros pecados; convoca a la Iglesia a un año de
arrepentimiento, promueve procesiones, rogativas y penitencias para calmar la
ira de Dios. Pero se cuida de presentar a la enfermedad como un castigo, sino
más bien como una gracia de Dios para evitar a la humanidad castigos mayores.
Dos voces claras y enérgicas se levantan para oponerse a la visión
del mexicano. Uno, Paul Assoumou, Arzobispo de Camerún, que declara: “Yo, Paul
Assoumou, no predico un bautismo de penitencia, sino de misericordia. ‘Si
nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón’, escribió el
apóstol san Juan. Yo también os pido: no hagáis de Dios una caricatura de
vuestro miedo. Yo Paul Assoumou, obispo, bautizado y negro, predico la
Esperanza… En nuestra tierra los muertos han sepultado a los muertos, y los
vivos han seguido proclamando la luz sin suplicar a Dios que detuviera su
brazo, porque saben que es inocente de nuestras desgracias.”
El otro es Giusseppe Lombardi, joven sacerdote italiano refugiado
en la India. Publica un blog en internet bajo el pseudónimo de Tomás; la
primera entrada se llama: “Nosotros los salvados”. En ella afirma: “¿Somos
pecadores? Sí, desgraciadamente. Y, sin embargo, no lo somos, somos, ante todo,
los ‘salvados’ y los ‘amados’… Lo que nos designa ante Dios es el amor del que nos colma, es la alegría
del Cielo cuando nos volvemos hacia nuestro Padre. Mirémonos en el espejo que
Dios nos tiende, Lo que vemos en él son los rostros de hijos e hijas colmados
de amor; lo que nos mira desde Él es nuestro futuro. No nos dejemos desfigurar
por quienes nos arrojan nuestros pecados a la cara. Alegrémonos en el Señor,
porque somos sus bien amados.”
En la Transfiguración, hablaron con Jesús Moisés y Elías, hablaban
del éxodo que tenía que vivir en Jerusalén, su destino de cruz, pero
contemplaban en su rostro transfigurado su futuro de resurrección. Es verdad
que vivimos un presente de violencia, de dolor, de injusticia y de muerte; es
verdad que vivimos días en los que necesitamos de Moisés, de la Ley de Dios que
nos marca el camino de compasión, solidaridad y justicia para construir el
pueblo de fraternidad soñado por Dios; es verdad que olvidamos este sueño y
entonces necesitamos a Elías, profetas, hombres y mujeres valientes, claros y
decidimos que nos alerten cuando nos apartamos de este camino; pero también es
verdad que contemplando a Jesús, y la misericordia divina encarnada en él, contemplamos
el futuro que viene a nosotros, el futuro del reino de Dios, donde la comida
alcanza para todos y la vida es una fiesta que no termina.
Nuestros rostros dan testimonio de diversas transfiguraciones a lo
largo de nuestra vida. Se transfigura el rostro de las madres tras los dolores
del parto, teniendo por fin en sus manos al hijo que llevaron en el vientre; se
transfigura el rostro de los padres, que por fin acarician al hijo esperado; se
transfigura el rostro de hombres y mujeres que descubren en los pobres y en los
humillados y violentados al mismo Dios que vieron en ellos mismos.
Contemplando nuestro propio rostro, podemos descubrir las huellas
del Alfarero, las marcas del Creador y Padre; el Espíritu soplado sobre
nosotros por el Hijo en la Cruz; el rostro del Hijo que el contempla en
nosotros, y por quien somos amados con ternura y misericordia. Y detrás de
nuestras miradas, sentir el futuro de vida plena que viene a nosotros y que
hace posible experimentar una fe que sonríe, una esperanza que busca, un amor
que a martillazos rompe la piedra de la indiferencia, el pecado perdonado, la
muerte destruida. El Dios que nos transfigura y viene a nosotros. A Él la
gloria y la alabanza por los siglos de los siglos.
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