Lucas 2,1-20
Los desorientados es la más reciente novela de Amin Maalouf, escritor libanés radicado en Francia. En ella nos cuenta la historia de un grupo de libaneses que, cuando jóvenes solían reunirse en fiestas y tertulias y que, con motivo de la guerra, tomaron diferentes opciones, varios de ellos el exilio. En la novela, Adam, el protagonista y voz narradora, recibe una llamada de la esposa de Mourad, el único de los amigos que permaneció todo el tiempo en el país: Mourad está muriendo y no quiere hacerlo sin ver antes a su amigo, con el que no ha vuelto a tener comunicación. Desea ser comprendido y, quizá, reconciliarse. Pero finalmente muere en la víspera de la llegada de Adam. El curso de la novela transcurre luego de que Adam y Tania, la viuda, consideren conveniente volver a reunir a los amigos. Entre ellos hay un par de grandes amigos entre sí, ingenieros los dos, a quienes la vida de trabajo les recompensó con una increíble riqueza. Pero para uno de ellos la vida de matrimonio fue una tragedia y, muerta la esposa e idos los hijos a hacer su propia vida, decide entrar a un monasterio. Allí lo visita Adam, católico como su amigo, para invitarlo al reencuentro. Lo acompaña en los momentos de oración y en la comida.
En el refractario, Adam observa a los monjes; sus diferentes rostros, sus diferentes edades; inquiere, desea saber más, sus historias, el origen de su vocación.
Ninguno, -cuenta Adam me refirió espontáneamente su trayectoria, ni me intentó explicar por qué motivo había ido a parar aquí. Pero había algo en el relato de todos que traicionaba de forma implícita el drama que los había movido a retirarse del mundo para orar...
-¿Y creen que tienen algún porvenir las comunidades en que nacieron?
Esa pregunta mía no tenía relación directa con lo que me acababa de contar cada uno, pero me dio la impresión de que an ninguno le resultaba sorprendente.
-Yo rezo, pero sin esperanza.
Era Chrysostome quien había hablado, y había rebeldía en sus palabras. Contra los hombres, pero también contra el Cielo. Los demás se volvieron a mirarlo, más tristes que escandalizados. Todos le hacían los mismos reproches a su Creador, un reproche que ya había hecho antes ese al que invocan, el Hijo, el Crucificado, quien a la hora del suplicio, le preguntó a su Dios: "¿Por qué me has abandonado?"
Por una razón que no entiendo, sentí de pronto el deseo de poner entre la espada y la pared a aquellos compañeros y me oí decir en voz alta las palabras de Cristo desvalido:
-Eli, Eli, lama sabactani?
Las dije con marcada entonación interrogativa, como si de verdad hiciera la pregunta, sino al Creador, al menos a sus monjes. Ellos también parecían desvalidos; oír esas palabras en labios de un extraño los volvió a sumir, como quien dice, en el ambiente del Viernes Santo. Todos dejaron de comer, Estaban silenciosos, abatidos y mudos.
Al mirarlos me sentía un tanto avergonzado. No me correspondía a mí, visitante profano, monje por una noche, desencadenar esas reacciones. Pero no era un juego. Esas palabras de Jesús me parecieron siempre asombrosas. Hay muchísimos elementos en los Evangelios que a un historiador escéptico como yo le resultan demasiado convencionales para ser ciertos. Según las ideas de entonces, los apóstoles tenían que ser doce, como los doce meses del año, como las doce tribus de Israel, como los doce dioses del Olimpo; y Jesús tenía que morir a los treinta y tres años, la edad emblemática a que murió Alejandro. No podía tener ni hermanos, ni mujer e hijos, y tenía que haber nacido de una virgen. Muchos de los episodios están manifiestamente mejorados y posiblemente tomados de leyendas anteriores, para que el mito se atenga a las expectativas de los fieles. Y, de pronto, ese grito de dolor: "Eli, Eli, lama sabactani?" El ser divinizado vuelve a ser hombre, un hombre frágil, asustado, trémulo. Un hombre que duda. Esa frase sí suena a cierta. No hace falta tener fe, basta con ir de buena fe para confirmar que no es inventada, ni se ha tomado prestada, no está recatada ni siquiera mejorada.
Para mí, los milagros no son nada, y se sobrestiman las parábolas. La grandeza del cristianismo es que venera a un hombre débil, escarnecido, perseguido, torturado, que se negó a lapidar a la mujer adúltera, que alabó al samaritano herético y que no tenía total seguridad en la misericordia del Cielo.
Es novela, no sé si el relato de Adam refleja la opinión de Amin Maalouf, pero en algo estoy de acuerdo: La grandeza del cristianismo es nuestra veneración a un hombre débil, escarnecido, perseguido, torturado y asesinado. Pero misericordioso. Que los dioses visiten la tierra, se disfracen de humanos y luego regresen al cielo del que vinieron es algo que podemos encontrar en mitos y leyendas. Que Dios se haya hecho hombre, y haya sido brutalmente asesinado en una cruz, es algo inaudito propio de nuestra fe. Hoy celebramos el nacimiento de este hombre. No es un simple cumpleaños, el recuerdo de un aniversario. Es la agradecida memoria del momento en que la historia fue testigo de la absoluta solidaridad de Dios con nosotros, de la Luz que se hizo hombre en medio de la noche, de la vida que se nos da cuando sólo había muerte en el horizonte. En Jesús hemos visto, hemos tocado, hemos contemplado la humanidad de Dios, y hemos descubierto y contemplado la divinidad del ser humano. En la libertad de su encarnación, en la humildad de su nacimiento, en la debilidad de su carne, en la misericordia de su corazón, nos hemos encontrado con Dios. En la realidad de su muerte, en la verdad de su resurrección, nos hemos abrazado con la plenitud de la vida. En su humanidad hemos sido besados y acariciados por la ternura de Dios.
"¡Por fin, Dios mío, por fin!", gritó un día Mafalda, mientras Felipito se acercaba a sus espaldas. "¿Qué te pasa, Mafalda, le preguntó?", "¡Que llega la navidad y llega para todos! ¿Te das cuenta? ¡Para todos!" "¿Y?" "¿No te das cuenta?""¿De qué?" Respondió eufórica: "¡De que por fin llegó algo que no es sólo para ejecutivos, hombre!"
Anudado, envuelto en pañales, recostado en un pesebre, Jesús, hombre y Señor, se ha puesto al lado de los que han probado el sabor de la impotencia, entre los muertos y los desaparecidos, entre los que luchan y tienen miedo; adorado por los pastores, se ha puesto al lado de los proscritos y los marginados; celebrado por los ángeles, se ha puesto junto a los que en todo descubren signos de vida y de esperanza y se atreven a desafiar al mal y a la adversidad con la limpieza de su mirada y la rebeldía de su sonrisa; contemplado por María y José, Jesús, Dios humanado, duerme en el regazo y al calor de los que en todo saben amar y en todo confían en Dios. Las luces y los colores de la navidad cantan una sola verdad: Dios está con nosotros, entre nosotros, como uno más, como uno de tantos. Y eso hay que recordarlo y celebrarlo siempre.
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