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Bartimeo y el sínodo de la familia

Marcos  10, 46-52

Es cosa de imaginar el ambiente de enorme y contenida expectación. Después de predicar  por un tiempo la llegada inminente del Reinado de Dios, había llegado por fin el momento anunciado. Después de decidir finalmente viajar de Galilea a Jerusalén, había llegado el momento que habían soñado. Después de mil años de la promesa dada por el Señor a David, su siervo, había llegado la hora en que un descendiente de David volviera a sentarse en el trono de su Padre, el trono afincado por Yahvé para iniciar su reinado no sólo sobre Israel, sino sobre el conjunto de las naciones. 

Para eso habían viajado con Jesús desde Galilea. Su ilusión era sentarse a la derecha o a la izquierda de Jesús y compartir con él el poder, el honor y la gloria. No iban a permitir que la hora esperada por siglos, que el ansiado cumplimiento de las promesas mesiánicas se retrasaran por culpa, literalmente, de un mugroso limosnero ciego apostado a la orilla del camino. Bartimeo era una insignificancia a los ojos de aquella multitud de discípulos de Jesús. Un día estampó Mafalda su matamoscas sobre una mosca parada en la pared. Se le quedó viendo, tirada en el piso. Y le preguntó: "¿O tenías grandes proyectos?"

El ciego clamó a Jesús. Los discípulos lo callaron. Seguro lo ningunearon. No valía la pena siquiera ponerle atención, mucho menos distraer por él al Maestro. Pero el maestro escuchó su voz. Y el Maestro habló. La voz que gritó al viento y al mar y los calló y sobrevino una gran calma, la misma voz que volvió a gritar al viento y al mar y calló al huracán más peligroso de la historia, y sobrevino una gran calma, la agradecida calma de los pobres cuyos clamores de compasión fueron escuchados, la voz del Señor ordenó a los suyos: "¡llámenlo!". Ellos lo habían callado, ellos lo habían aislado, ellos mismos debían llamarlo.

Hace unas horas concluyó la segunda etapa del Sínodo de la Familia, reunido en la ciudad del Vaticano. El mensaje final del Papa Francisco alimenta la esperanza. 

Mientras seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?
(...) Significa haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de la vida humana.
Significa haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.
Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.
Significa haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible (...)
Y, sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está llamada a vivir (...)
La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas, de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27) (...)
El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50) (...)
Y el Papa Benedicto XVI decía: «La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios [...] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. 

A mí me parece que durante años muchos han clamado al Señor, hombres y mujeres de toda diversidad sexual, han gritado: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Y nosotros, los discípulos del Maestro, los seguidores de Jesús, los que anhelamos la tierra nueva del Reino de Dios, les hemos dicho: ¡cállense! Divorciados, divorciados vueltos a casar han gritado: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Y nosotros, los discípulos del Maestro, los seguidores de Jesús, los que anhelamos la tierra nueva del Reino de Dios, les hemos dicho: ¡cállense! Familias heridas, dice Francisco, muchos hombres y mujeres arrojados a la orilla de la historia, mendigando el amor de Dios han gritado: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Y nosotros, los discípulos del Maestro, los seguidores de Jesús, los que anhelamos la tierra nueva del Reino de Dios, les hemos dicho: ¡cállense!

Creo que el Obispo de Roma nos está invitando a escuchar la voz del Señor, y el Señor nos está diciendo: ¡llámenlos! Ellos han clamado una y otra vez. Bartimeo, dejó su manto y se puso frente al Señor, Jesús lo curó y le pidió: "vete". Pero no se fue. Lo siguió por el camino, aunque fuera camino de cruz, el camino a Jerusalén. Qué importa, él vio lo que no vieron los otros discípulos: la misericordia de Dios asentada en el trono de la cruz, la fidelidad del amor llevado al extremo. A quien ama así, a quien ama hasta dar la vida, a quien da vida amando, yo lo sigo, hasta con los ojos cerrados.

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