Marcos 8,27-35
Le sucedió a Giambattista Bodoni, Yambo, para su familia y sus amigos. Protagonista de La misteriosa llama de la Reina Loana, novela de Umberto Eco, Yambo, vendedor de libros antiguos, despierta un día en una cama de hospital tras haber sufrido un ataque al corazón y, a pregunta del médico, no logra recordar ni siquiera su propio nombre; menos aún reconocerá a su esposa y a sus hijos. Recuerda, sí, lo que ha leído, pero nada más. A veces en el ámbito del matrimonio también sucede que él o ella dice a su cónyuge: "¡te desconozco! ¡No eres la persona con quien me casé!"
Algo así pasó con Jesús y algo así nos pasa con él. Un buen día, a mitad de camino y a mitad de la narración tal como nos la cuenta Marcos, Jesús hizo algo así como un examen sorpresa a sus discípulos. Hasta les sopló la pregunta, el anhelo de todo estudiante medianamente decente, los más haraganes hasta esperan la respuesta: quién es Jesús. Pareciera que Jesús quiso cerciorarse de que sus discípulos estaban comprendiendo lo que habían vivido con él desde el llamado hasta ese momento. Pedro contestó con acierto: el mesías. Pero lo que siguió fue como la segunda parte del examen.
Hace tiempo salió en el diario Reforma el reportaje de un párroco en Coahuila que usaba en sus ornamentos, en lugar de adornos discretos o signos religiosos, ¡imágenes de superhéroes: Batman, Superman, el Hombre Araña! ¡Como si Jesús fuera un superhéroe! La reacción de Pedro al anuncio de Jesús sobre su futuro padecimiento, su persecución y su muerte, muestran que Pedro sabía que Jesús era el mesías, pero no sabía en qué consistía ser el mesías. Lo que vio en Jesús fue un despliegue de poder, no un despliegue de amor, compasión y misericordia. Vio a un caudillo, no a un compañero solidario en el camino de la historia; no vio al amor encarnado de Dios, al hermano compasivo, al amigo incondicional.
Parece que la intención de Jesús era preparar a los suyos para lo que venía: el mismo intenso despliegue de amor, compasión y misericordia; pero no desde el poder, sino desde la debilidad, llevada incluso al extremo del abandono, el desnudamiento, la humillación y la muerte en la cruz. Ésta es la realidad del mesianismo en la cruz, y no tiene que ver con superhéroes y poderes mágicos. Luego nos sorprendemos de que los jóvenes sienten ridículo el creer en Jesús: dejaron la infancia y ya no viven de las caricaturas; nosotros mismos promovimos su alejamiento de la fe cuando la caricaturizamos, traicionando el núcleo del misterio pascual.
También me confronta la oración de la gente que, en su dolor en medio de la adversidad, viene a reclamar a Dios, a Jesús, su falta de escucha, de sensibilidad, de ayuda. Pareciera que rezan y reclaman a un hombre acostado en una hamaca, al pie de la playa gozando del sol, del mar y de una piña colada en un coco fresco, ¡ni siquiera ven frente a sí que están hablando a un crucificado! ¿Qué es para ellos la cruz: vergüenza, un trámite en la vida de Jesús, algo sin mayor importancia? O, por el contrario, el signo del amor extremado, la fuerza que brota del saber que alguien nos ha amado de esa manera: absoluta, fiel, incondicional, en medio del dolor, del sufrimiento y de la muerte. ¿Qué será para ellos María: Batichica, la Mujer Maravilla? ¿Qué significará para ellos contemplar a María de pie, con sus lágrimas y su corazón destrozado junto a la cruz de su Hijo? ¿Quién es para ellos la buena Madre del Consuelo, patrona de esta parroquia del Espíritu Santo?
Dios quiera que creamos en el Amor crucificado, y no hagamos de este amor una vulgar caricatura. Que no suceda que descubramos que después de tantos domingos y tantos años de vida cristiana no conocemos a Jesús. Yambo, en la novela, para recuperar su identidad, viaja a la casa de descanso de sus padres. Ahí, acompañado de sus lecturas, de los objetos de su infancia, llega al escrito que le detona una experiencia: la recuperación de su identidad. Si resulta que no conocemos a Jesús, ojalá volvamos a los evangelios, a lo que ya leímos; ojalá releamos nuestra propia vida
hasta que encontremos el momento de gracia en que el amor extremo del Señor se hizo uno con nosotros y nos regaló la identidad de amados suyos.
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