Marcos
6,1-6
El viernes pasado fui en la noche a Bellas Artes. Se acababa de
anunciar que dada la tumultuosa asistencia para admirar las exposiciones de
Leonardo y Miguel Angel, se ampliaba el horario hasta las 10 de la noche. Supuse que la noticia todavía no corría como reguero
de pólvora, y cuando llegué al vestíbulo y vi que apenas había gente en la
taquilla mis ilusiones se inflaron. Lástima. Ya no había boletos. Con el fin de
paliar mi decepción, fui con mis amigos a cenar a un lugar donde había enormes
pantallas. De pronto se proyectó la imagen de una orquesta y el director
comenzó la sinfonía, ya estaba yo sorprendido de la calidad de la música en un lugar
de antojitos, cuando lo que siguió no fue una sinfonía clásica, ¡sino los
Ángeles azules, desde Iztapalapa para todo el mundo! Y así nos sucede a veces,
también con Dios.
Decía san Agustín que “más gozo y admiración nos debe producir el
haberse hecho hombre nuestro Señor Jesucristo que las obras divinas que, como
Dios, hizo entre los hombres.” Pero no estamos acostumbrados a sentir
fascinación por lo pequeño, sino por lo grande, por lo espectacular. Solemos
decir, y es verdad, por supuesto, que Dios es más grande que todo. Pero al hacerlo,
también podemos caer en el riesgo de olvidar que Dios se encarnó; es decir, se hizo uno de los nuestros, uno entre nosotros, uno como nosotros. Siglos de una falsa
piedad que invitaban a buscar la salvación del alma aun a costa de la
mortificación del cuerpo, nos hicieron perder de vista esto: la dignidad de
nuestra carne humana tocada y divinizada por Jesús en la encarnación. Y cuando
esto sucede, nuestra fe queda trunca, incompleta; y entonces, sin ambages, y en
la línea del evangelio, hay que sorprendernos por nuestra falta de fe.
Nos cuesta creer que Dios sea humano como nosotros, quizá por eso
nos cuesta ser tan humanos, tan plenamente humanos como Dios. Y es que solemos
comprender la grandeza de Dios no en la línea de su propio ser, sino en la
línea de nuestras ideas preconcebidas de lo que es lo grande y lo que es el
poder. La anotación de que Jesús va a su patria evocaba en el imaginario
colectivo de los lectores originales del evangelio, inmersos en un sistema de
dominación jerárquica y patriarcal, la idea del páter (de ahí la palabra patria);
es decir, del padre. Jesús vuelve a su patria y a los suyos, como hermano, no
como padre. Los suyos han escuchado hablar de portentos y curaciones
milagrosas, pero quien vuelve es el mismo que se fue. Ana de Mendoza, princesa
de Éboli, cuando conoció a santa Teresa de Jesús, después de largo tiempo de querer
tenerla enfrente, apenas la vio se convenció, decía, de que lo contaban de
Teresa no podía ser verdad, no podía ser una santa porque era una “mujer
normal”; sin duda que el parche que usaba en el ojo era un símbolo también del
ojo espiritual que tenía cerrado y que le impedía ver en la reformadora del
Carmelo al Espíritu de Dios que habitaba en ella.
La grandeza de Dios no reside en el poder, sino en el amor, amor
del que somos imagen y semejanza. Sólo que a veces nos cuesta creerlo. Dudamos
de Dios porque dudamos de nosotros. No siempre confiamos en Dios porque no
siempre confiamos en nosotros. Un día dio Mafalda a Miguelito un libro: “Es buen
libro, dice: conócete a ti mismo.” Miguelito volteó el libro arriba y arriba, y
comentó desilusionado: “pero no trae espejo.” En estos días, tras la muerte de
Jacobo Zabludovsky, ha circulado por las redes sociales el video de la
entrevista que realizó a Salvador Dalí en 1971. En ella, el periodista mexicano
preguntó al pintor español por la fuente de su genio; Dalí respondió que su
genio brotaba de sus genes creados por Dios, sólo que lo dijo de forma al mismo
tiempo y técnica y elegante, aludiendo al ADN, y Jacobo le preguntó si éste ¡lo
tomaba por las mañanas! En otra parte de la entrevista, Dalí reconoció que era
llamado y con verdad, el divino Dalí,
“su modesto servidor”, completaba su presentación. Jacobo le preguntó si en
verdad era divino. Dalí se ofendió. Al inicio de la entrevista, había dejado en
claro que era católico convencido. Dalí se sabía divino porque se sabía imagen
y semejanza de Dios, portador del Espíritu del Dios creador. Fotógrafo él, sin
embargo demarcó a la pintura de la fotografía, y en ello está la clave para
entender por qué Dalí era divino: la fotografía reproduce; la pintura re-crea. Jacobo
le dijo que muchos dudaban que Dalí fuera un genio. El también escultor le
respondió que “peor para ellos”. Entre un loco y Dalí, dijo, hay una pequeña
diferencia pero sustancial: que Dalí no estaba loco; eran casi lo mismo, pero
él no estaba loco. Era excéntrico, pero sabía que su arte provenía de Dios, y
eso escapaba para muchos de quienes no creían que por ser humanos, y
bautizados, eran portadores del Espíritu de Dios y, por lo tanto, su imagen y
semejanza.
De manera paralela fue la experiencia de Pablo. Experimentaba la
fuerza de Cristo en su propia debilidad cuando experimentó su propia humanidad
como tocada por y portadora de Dios. Escribió en algún lugar Leonardo Boff;
humano, tan humano, sólo Dios. Si dudamos de nuestra divinidad, entregamos
nuestra libertad; si dudamos de nuestra divinidad, opacamos nuestra dignidad;
si dudamos de nuestra divinidad, como dudaron de Jesús las gentes de su patria,
de su carne y de su sangre, no creamos nada, no re-creamos nada, nos espantamos
de todas las cruces y no esperamos ser resucitados de ninguna de ellas. Y si
algunos no lo creen, diría el divino Dalí, peor para ellos.
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