Marcos 4,26-34
Cuenta el evangelio que estaba Jesús enseñando a la orilla del lago, pero acudió tanta gente, que tuvo que subirse a una barca y sentarse en ella, mientras la gente permanecía en tierra. A mí me cuesta trabajo imaginar cómo es que se haría escuchar Jesús, quizá tendría pulmones de bebé, porque uno de adulto no tiene la fuerza tronante de un niño que llora. Lo cierto es sentado desde la barca enseñaba. Yo me lo imagino de pie, junto a la amurada, moviendo las manos, formando con ellas en algún momento una bocina sobre su rostro, pero el evangelista dice que enseñaba sentado, quizá sólo para subrayar la verdad y la dignidad de su enseñanza, pues los maestros enseñaban sentados.
Siendo como eran, gente del campo, los oyentes de Jesús no tendrían mucha dificultad en comprender su enseñanza. Y se irían a dormir contentos y dignificados, sabiendo que Dios, el Creador de todo cuanto existe, era como uno de ellos, como un campesino, que arroja sus semillas a la tierra. Y quizá comprenderían entonces que en el gran campo de la vida y de la historia, eran ellos mismos semillas arrojadas por la mano de Dios, por la diestra que abrió para su pueblo el mar Rojo y los recató de la mano del faraón. Se irían a dormir con el corazón lleno de confianza. Es verdad, Roma los humillaba, y no eran tan importantes como los judíos de las ciudades, no podían defenderse; es verdad, el trabajo del día era cansado, rutinario y a veces pareciera que sin sentido; que pasaban los días y las noches y no pareciera que la vida diera sus frutos.
Pero ellos como campesinos sabían que todo tiene su tiempo bajo el sol, tal cual dice la Escritura, tiempo para sembrar y tiempo para cosechar. Y entre la siembra y la cosecha, el largo tiempo de la espera. Y ellos sabían esperar, la naturaleza se los había enseñado. Había que esperar el tiempo de lluvias para empezar a sembrar, había que esperar a que pasara el frío del invierno; a veces las sequías eran extremas, y había que esperar un año más para volver a sembrar... y volver a esperar. Y siempre llegaba nuevamente el día en que algo se cosechaba. Ellos podían esperar, porque sabían confiar. Confiaban en Dios, en ese Dios absolutamente bueno al que Jesús llamaba "Papá".
Se irían a dormir esa noche con gozo en el corazón; eran pequeños, pero no por ello eran insignificantes. Jesús lo había dicho, Dios es como un campesino que arroja semillas de mostaza, las más pequeñas, pero hasta ellas son capaces de crecer y ser agradables y atractivas para las aves de cielo, que anidan a su sombra. Ellos eran pobres, sin más cosa que la fuerza y el trabajo de sus manos; ellos eran ignorantes, no sabían leer ni escribir, no enseñaban en las sinagogas, pero sabían leer las estrellas del cielo y los signos de la naturaleza, entendían de dónde venía el viento y cuándo se acercaban las lluvias. Ellos cuidaban la tierra y los animales, para su familia y para sus vecinos, ellos eran refugio y calor de familia. Había razones para vivir, porque eran importantes para otros; y para esos otros ellos eran vida.
Habría que imaginar a los primeros cristianos de la comunidad de san Marcos, sentados alrededor de una mesa en alguna casa de Antioquía, alrededor del año 72, escuchando estas mismas parábolas, ellos, los despreciados, corridos de la sinagoga por ser de la "secta de los cristianos"; ellos, los expuestos al peligro y a la persecución por parte del Imperio Romano por negarse a adorar al César y legitimar así su sistema opresivo y explotador; ellos, los que sentían desesperarse y perdían el ánimo y a veces sentían que también perdían la fe porque el tiempo pasaba y no se veía cercana la hora de gracia en que Dios viniera a ayudarlos, a sacarlos de su pequeñez, de su debilidad, de su indefensión.
Nuestra vida tiene también estos días difíciles. Días largos en los que no sabemos esperar, vivimos tiempos en los que todo es instantáneo, en que la comida se prepara en microhondas y no a fuego lento, que es donde está el secreto del sazón, según decía mi madre. Quizá nos cuesta esperar más porque no acabamos de confiar plenamente en Dios. Él marca el ritmo y el tiempo de la historia. Cuando Raquel estaba embarazada de Guille, Felipe preguntó cuándo llegaría el hermanito. Mafalda respondió que nueve meses porque venía desde París en cigüeña. Felipe sugirió la posibilidad de que viaja en Cóncord. Mafalda la consultó con su mamá y luego volvió con Felipe: "Tiene razón mi mamá, para qué quiere ahorrar tiempo un bebé que de todos modos al llegar aquí no tendrá nada que hacer."
Días hay en los que se acentúa el sentimiento de pequeñez y desamparo, en los que no parece que el dinero alcance para la quincena, que las fuerzas no serán suficientes para enfrentar la enfermedad, que los problemas nos rebasan. Decía un día Miguelito sentado en una banqueta: "¡Y yo para qué cuerno quiero ser grande cuando sea grande; yo quiero ser grande ahorita!" Lo cierto es que somos granos en las manos de Dios, y por pequeños que seamos, llevamos dentro de nosotros el germen de amor y de vida que el Señor ha depositado en nosotros. No importa que seamos pequeños, somos los hijos de Dios. No importa el tiempo que haya que esperar, sean días o sean años. Somos los seguidores del Señor, somos sus amigos, llegará el día en Jesús volverá y nos llevará consigo. Entonces brotará en nosotros la vida que ya latía desde siempre en nuestros corazones.
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