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Impulsado por el Espíritu

Marcos 1,12-15

Un día, volviendo de la escuela, Miguelito dijo a Mafalda: "Estoy empezando a sospechar que cuando la maestra pregunta algo no es porque ella no lo sepa." Le contestó Mafalda: "Decime, papafrita, ¿recién te das cuenta de eso, o me estás tomando el pelo?" "Te estoy tomando el pelo", respondió Miguelito fingiendo inocencia, "andate al cuerno, entonces," reviró Mafalda, y siguieron caminando. Pero luego Miguelito se frenó y gritó: "¡Y YO CONTESTÁNDOLE TODO A ESA SIMULADORA CON MI ESTÚPIDO TONITO PATERNAL!" 

Leyendo la escena en el conjunto del evangelio, empiezo a sospechar que lo más importante de las acciones no está en el tentador, sino en el Espíritu, que es quien empuja a Jesús al desierto. Es claro a estas alturas que el Padre no mandó a Jesús al desierto confiando en que no fuera tentado y a ver si podía vencer las tentaciones. Se trata del Espíritu que descendió sobre Jesús en su bautismo, tras lo cual el Padre le dijo: "Tú eres mi hijo, de ti me siento orgulloso." Y así diciendo, el Espíritu lo llevó  al desierto. La narración no muestra a Jesús disputando con el Tentador, sino dice simplemente que Satanás lo puso a prueba, y que los ángeles servían a Jesús. Es después de esto que Jesús comienza su ministerio anunciando el Reino de Dios con obras y palabras. 

El desierto aparece como un espacio de preparación. En una magnífica novela, Los últimos días de nuestros padres, Jöel Dicker nos muestra la historia de jóvenes que se forman para el servicio secreto británico durante la Segunda Guerra Mundial. Los entrenamientos son rigurosos y exhaustivos; las capacitaciones son exigentes; los que aguantan pasarán al servicio; los que no, no pueden volver a sus casas, son arrestados, con todo lo que saben no podrían salir libremente. Pero la imagen me resulta simbólica, en esta vida o nos formamos para salir adelante con todo, o no servimos para vivir.

El Espíritu es quien nos lleva al desierto. El desierto es la experiencia de estar listos para vivir. Dios es Padre; no sólo un Padre bueno, sino también un buen Padre. Los padres sobreprotectores, los que ahorran a sus hijos todos los esfuerzos, terminan por echarlos a perder. Cierta dosis de lágrimas y moretones ayudan a salir adelante. Los ángeles servían a Jesús en el desierto, pero no vivían por él. Recuerdo que cuando me fui de mi casa nadie intentó detenerme. Pasé días de hambre y de un poco de frío, pero no me morí. La vida pone retos y desafíos, que hay que saber enfrentar con la fuerza del Espíritu que hemos recibido, y hacer que el Padre se sienta orgulloso de nosotros. 

La gran tentación en estas situaciones, es la de que, habiendo salido adelante, nos idolatremos a nosotros mismos; que creamos que todo cuanto hemos logrado es obra de nuestras solas fuerzas y resultado exclusivamente de nuestros méritos. Entonces ocupamos el lugar de Dios, nos subimos al altar de la soberbia, y comenzamos a menospreciar a los demás. Cuando ello sucede, nada importa para seguir subiendo por encima de los otros y el pecado adquiere incluso formas de violencia. Entonces perdimos de vista que lo importante no era tener más o estar más arriba de los demás, lo importante era ser mejores. Las tentaciones siempre son atractivas, por eso es difícil que reconocer y aceptar que hemos caído en la trampa de la propia idolatrización. Porque nuestros logros son atractivos, y los justificamos así estén cimentados en la explotación de los demás. 

Yo creo en Dios y en su Espíritu. Creo que la vida es un constante desafío, creo que Dios espera sentirse orgulloso de nosotros. Sé que en la vida lo natural es que los padres se vayan antes que sus hijos, y que se vayan con la satisfacción de que sus hijos ni son cobardes ni son insensibles ídolos de sí mismos y explotadores de sus hermanos. Que vean que saben ganarse el pan con honestidad y pasar por la vida con dignidad y gratitud hacia Dios y hacia cuantos compartiendo la misericordia y la solidaridad del Padre, vienen en ayuda de nuestras dificultades.

Sé también que el fracaso es una posibilidad real, pero nunca tan grande que nos disuada de darnos en el mayor de los esfuerzos. Sé que no siempre la vida es justa, ni todos la enfrentan de entrada con las mismas herramientas. Sé que cada quien tiene sus debilidades y tentaciones. Pero en todo caso siempre habrá que cruzar el desierto con la mirada fija en Jesús, Agua de Vida Plena, beber de él y escuchar su Palabra, que nos dice, como a san Pablo: "Te basta mi gracia."

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