Si a mí me fuera dado elegir las lecturas para celebrar la Eucaristía en este inicio de Cuarema en Miércoles de Ceniza, habría elegido los textos que el Papa Francisco ha puesto a consideración de toda la Iglesia para este tiempo de Cuaresma. El primero de ellos, la pregunta de Dios a Caín: "¿Dónde está tu hermano?" La pregunta de Dios a Caín marca, creo yo, el verdadero sentido de la cuaresma. No es un tiempo de ascesis personal, donde justificamos los ayunos como un medio de purificación corporal que reflejan la purificación espiritual. No es un tiempo de oración más intensa, donde oración más intensa es más tiempo de rezos, tibios y apresurados. No es un tiempo tampoco para meter la mano en el bolsillo y repartir monedas a los indigentes, si así es como entendemos la limosna.
La cuaresma es un tiempo de misericordia. Es un camino de misericordia, que arranca con el signo de la ceniza para recordarnos que un gesto de amor, de lo que era polvo, Dios hizo hijos suyos insuflando en ellos su Espíritu; es un signo que nos recuerda que cuantas veces nos hemos conducido en la vida como si sólo fuéramos barro, Dios no se ha apartado de nosotros, nos ha visto con misericordia, nos ha reconciliado consigo, nos ha mantenido dentro de su Espíritu. Y porque así hemos sido tratados, lo menos que podemos hacer es ver a los demás con la misma mirada compasiva con que nosotros hemos sido vistos por Dios. De modo que, una vez que hemos sentido en el corazón la misericordia de Dios, al agradecerle, escuchemos su voz que nos pregunta: ¿Dónde está tu hermano? La primera estación en este recorrido es escuchar la voz del Señor que rompe la falsa idea de un ser airado, ofendido y rencoroso, para mostrarnos un Dios compasivo, Padre de todos, preocupado por todos, generoso con todos.
La segunda estación en este camino es la advertencia del Señor a través de san Pablo: "Si un miembro sufre, todos sufren con él." La misericordia de Dios rompe con nuestro egoísmo y nuestra indiferencia. La Iglesia, los bautizados, somos el Cuerpo de Cristo. El dolor de un miembro es un dolor de todo el Cuerpo. Pero el signo de la ceniza nos lleva más lejos. Toda la humanidad está hecha del mismo barro y vive por el mismo Soplo Divino. Si no nos duele el dolor del otro, no somos humanos. Y si la cuaresma no nos hace más humanos, si al final de la cuaresma no somos más misericordiosos, no nos habrá servido de nada, así hayamos guardado todos los ayunos y nos hayamos privado de nuestros gustos. En Los últimos días de nuestros padres, extraordinaria novela, la primera, del joven escritor Jöel Dicker, dos agentes secretos de Gran Bretaña comparten: "La indiferencia. La peor de las enfermedades, peor que la peste y peor que los alemanes. La peste se erradica y los alemanes (se refieren a los nazis, de Hitler), nacidos mortales, acabarán muriendo todos. En cambio, la indiferencia es la razón misma por la cual nunca podremos dormir tranquilos; un día perderemos todo, no porque seamos débiles y nos aplaste alguien más fuerte, sino porque hemos sido cobardes y no hemos hecho nada."
La tercera estación, siempre en la línea del mensaje de Francisco, es la exhortación del Apóstol Santiago: "Fortalezcan vuestras corazones". La carta de Santiago es un texto que invita a la compasión, a la misericordia, a la solidaridad fraterna. Pero nada de esto se alcanza si el Espíritu de Dios no habita y no revuela libremente en nuestros corazones. Nada fortalece al corazón como la misericordia. De ella nacen la alegría y la esperanza cristianas. Buscamos a Dios para que nos dé su corazón. Si no tenemos su corazón, confundiremos la cruz, ya no será amor fiel, sino sufrimiento enfermizo; la misericordia se nos perderá y su lugar lo ocupará la penitencia, el castigo culpabilizante, la culpa autodestructiva. Se nos perderá el corazón y, lo que es peor, se nos perderá el Dios bueno del Evangelio y en su lugar tendremos un ídolo despreciable que sacia la ira con el dolor de sus subyugados. Pero ése no es Dios.
Yo creo en la cruz, porque creo en el amor y en la misericordia, creo en la compasión. Creo en la Iglesia y creo en la humanidad, creo que no todo está perdido, y que vale la pena andar este camino que inicia con la ceniza porque al final seremos abrazados por Aquél que desde siempre con ternura nos modeló; lo mismo que san José, el hombre bueno y trabajador de Nazaret, el santo de la Cuaresma, modeló el corazón de su hijo, hasta que alcanzó su estatura de Cristo, Maestro y Señor de Vida plena, al que sean dados todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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