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El gozo del leproso, el corazón de Jesús

Marcos 1,40-45

En Vaticano 2035, novela futurista en la que Benedicto XVI renuncia al Pontificado y publicada varios años antes del histórico acontecimiento, el Papa Tomás decide nombrar a tres cardenalas de la Iglesia. Una de ellas, Jean Marie, una teóloga laica, nombrada primero Teóloga de la Casa Pontificia y más tarde Prefecta de la Doctrina de la Fe, signo de que la inteligencia de la fe no es patrimonio exclusivo de los varones; la segunda, Nana Leah, negociadora de la Paz en Tierra Santa, junto con Giusseppe Lombardi, nombre de pila del Papa Tomás; y la tercera, Kate Finley, religiosa de las Hermanas de la Caridad fundadas por la Madre Teresa de Calcuta, a quien Lombardi conoció durante su estancia en la Nunciatura de la India. Kate venía de Irlanda, llegó a Calcuta para luchar contra el hambre y la pobreza, pero la tarea era enorme; cuando comprendió que no estaba a su alcance solucionarla, decidió seguir para ayudar a los pobres al menos a morir dignamente;  sólo consiguió que al menos no murieran solos. Ella es un ejemplo de lo que muchas veces nos pasa en la vida: la constatación de que no siempre podemos hacer lo que queremos. Y que los que pueden, no siempre quieren.

Algo así ocurrió con Jesús y el leproso. Éste vivía impuro, proscrito, alejado de la comunidad, confinado con otros como él. Su petición tiene como supuesto la voluntad divina, apela al corazón de Dios manifestado en Jesús: "Si quieres, puedes curarme." Si quieres, dice, como si su lepra y el mal en el mundo existieran porque Dios quiere, o como si todo fuera que Dios no los quisiera para que dejaran de existir. Que Dios pueda evitar el mal y no lo quiera es algo que repugna a la inteligencia, pero sobre todo lastima el corazón. Lastima el corazón del hombre, que padece el mal, y lastima el corazón de Dios, que sabe que el amor no siempre lo puede todo, aunque quiera. La respuesta de Jesús es muy elocuente: afirma que sí quiere, extiende su mano y toca al leproso. Y tocándolo, Jesús le dice no sólo que quiere, sino que lo quiere. Que lo quiere vivo, que lo quiere sano, que lo quiere reintegrado en la sociedad, que lo quiere. Lo toca, creo yo, no como parte de un ritual de sanación, lo toca como caricia, porque ha compartido su dolor, y no quiere que se sienta rechazado y despreciado como hacen los demás, que se mantienen en la lógica de la exclusión y de la pureza. Un día leía Felipe el periódico y dice a Mafalda y a Susanita:"Aquí dice que un conflicto nuclear podría provocar la muerte de 700 millones de personas." Respondió Susanita espantada: "¡¿Setecientos millones de personas muertas todas juntas en el mismo lugar?!" "Así parece", confirmó Felipe sin dejar de leer, "¡Qué asco!", siguió Susanita, "en tanta promiscuidad quién sabe qué gentuza le toque a uno como compañera de masacre".

Lo dramático de la escena está en el hecho de que se inviertan los papeles y la lepra, la soledad y la exclusión pasan ahora a Jesús. El leproso curado no cumplió la orden de Jesús de no decir nada; para la gente la realidad se imponía: Jesús estaba contaminado, había tocado a un leproso y era un impuro, ya no podía entrar abiertamente en ningún lugar. La soledad de Jesús es como un preludio, un anticipo de su crucifixión afuera de la ciudad santa de Jerusalén, colgado del madero como un maldito, abandonado de los suyos. ¿Quién piensa en Jesús, quién se adentra en el corazón del Señor? San Juan de la Cruz, amigo espiritual de Jesús, compuso unos versos a Cristo crucificado, el Pastor de la Iglesia, su pastora:

Un pastorcico solo está penado,
ajeno de placer y de contento,
y en su pastora puesto el pensamiento,
y el pecho del amor muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,
que no le pena verse así afligido,
aunque en el corazón está herido;
mas llora por pensar que está olvidado.

Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.

Y dice el pastorcito: ¡Ay, desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho ausencia
y no quiere gozar la mi presencia,
y el pecho por su amor muy lastimado!

Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,
y muerto se ha quedado asido dellos,
el pecho del amor muy lastimado

Al final de la escena, en un rasgo conmovedor, el narrador cuenta que hasta esos lugares solitarios iba gente a buscar a Jesús. No dice a qué iban, quizá para ser curados, como sí anota el evangelio en otros pasajes. Es posible, pero me gusta creer que iban simplemente a visitarlo, a buscar no al sanador, sino al amigo; que iban porque no creen en la exclusión y la pureza, sino en la compasión y la misericordia. Que fueron para que Jesús viera que no estaba olvidado, porque el amor destruye las distancias y comparte la vida como una fiesta en la que se comparte el pan y se llenan las copas de vino.

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