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Pescadores de hombres

Marcos 1,14-20

Recuerdo perfectamente bien aquellos días, los días previos a mi ordenación presbiteral. Yo estaba viviendo en Guadalajara. Había presentado el Examen de Universa un martes; había defendido mi tesis sobre san José el miércoles, y al día siguiente, jueves, me ordenaron diácono, un tiempo récord, en aquellos días. Ése fue el último día que me dormí formando, y al día siguiente ya era yo formador. Vino el Capítulo Provincial, cambió el Gobierno, y el que entró aceptó mi solicitud de ordenación presbiteral. 

Los planes eran que me ordenara en la Ciudad de México, en la Parroquia de la Sagrada Familia, nuestra Casa Madre, por don Hermenegildo Ramírez, también misionero josefino. Por lo tanto, habría que pedir el permiso en la Arquidiócesis de México, para que pudiera ordenarme Don Mere. Y ese trámite se hace con tres meses de anticipación. Así lo hicimos, pero el permiso no salía, ya porque faltaba un documento, ya porque faltaba otro, hasta fotografías de cuerpo entero, seguro alguna secretaria se enamoró de mí y aprovechó la oportunidad. Y como en los programas de Héctor Suárez, creo que también faltaba mi acta de defunción. 

Lo cierto es que el tiempo pasó y el permiso no salía, pasó un mes, pasaron dos, y el permiso no salía. Faltaba una semana y no salió. Con el paso del tiempo, la confianza de que las cosas salieran bien también se diluyó. Estaba todo listo, la comida, la liturgia, el coro, los cantos, el cáliz, el ornamento y, por supuesto, las invitaciones que me pidieron que no repartiera, porque no había permiso. Estaba todo, menos el permiso, y si no había permiso, con la pena, no había ordenación. 

El lunes anterior a la fecha prevista, en la madrugada fui a la capilla a llorar con el Señor mi frustración y el coraje, y a lanzar la pregunta: "¿qué me faltó?"; nunca en esta vida es uno perfecto, pero después de diez años de formación y de tener cubiertos los requisitos básicos, la pregunta era: "¡¿qué me faltó?!" Entonces lo comprendí. Me serené y poco a poco volvió a mí la paz. "Ya entendí", le dije al Señor. Todo estaba listo, menos mi corazón. Pensaba yo que me ordenaría porque lo había logrado, como si hubiera sido mi iniciativa, como si yo hubiera elegido a Jesús, cuando la verdad es que era Él, como contemplamos en el evangelio, el que pasa junto a nosotros a la orilla de nuestra vida y de nuestra historia. Es Él el que nos llama, el que pronuncia nuestro nombre, el que nos invita a caminar detrás de él.

Toda vida es don suyo, todo nace de su iniciativa, de su mirada amorosa sobre nosotros, de su palabra. De esa palabra que anuncia que el Reino de Dios está cerca y que nos invita a cambiar lo que haya que cambiar para recibirlo. Cuando Jesús comenzó a predicar, Juan había sido arrestado; seguramente sus seguidores sintieron miedo, impotencia, tristeza, la sensación de injusticia. Quizá Jesús mismo experimentó esos sentimientos, pero sabía que ningún imperio sobre la tierra, ni siquiera la poderosa Roma, era más fuerte que el imperio de Dios. Cambió el miedo por valentía, la desesperación por esperanza.

Después de comprender esto, bajé a mi oficina, escribí una carta para el Provincial, y se la mandé inmediatamente. En ella le manifestaba que, dado que el permiso no había sido dado aún, y faltando ya unos pocos  días, que lo mejor sería posponer la ordenación, que no era el momento, y que yo me encontraba en paz con la voluntad del Señor. Incluso me ofrecí a estar el sábado desde temprano  en la Sagrada Familia por si alguien llegaba creyendo que habría ordenación, para avisar que no sería ese día.

Tuve una mañana ordinaria, dando clases, y por la tarde salí al centro, todavía en Guadalajara. Fue entonces, ese mismo día, en la calle, cuando ya estaba en paz, que recibí la llamada del Secretario de la Provincia: acaba de darse el permiso. Me senté a llorar. Había dejado atrás el síndrome de Manolito. Un día Manolitó espetó a Mafalda y a Felipe: "¡Si creen que me van a gustar Los Beatles por que son millonarios, se equivocan!" Y siguió su camino aún gritando: "¡Los de Wall Street!... ¡Ésos son millonarios! ¡A esos sí los admiro! ¡Porque Los Beatles hacen bailar sólo a la juventud! ¡En cambio los de Wall Street hacen bailar a todo el mundo! ¡Y sin guitarristas!" Es Dios quien marca el ritmo y el compás, no nosotros; es Él el que decide cuándo iniciar la bella danza de la vocación y por dónde llevarla. Y en la Iglesia toda vida es una vocación. Toda vida ha nacido de un latido de amor y ha sido contemplada con cariño eterno por el Señor. Si se nos pierde de vista la gratuidad del amor de Dios, la gratitud nos abandona, la soberbia secuestra el corazón y la semilla de la vocación se seca.

La predicación de Jesús comenzó anunciando la inminente llegada del Reino de Dios y la necesidad de cambiar lo que haya que cambiar para poder acogerlo. Algunas veces será el miedo, la frustración, la impotencia; otras será la soberbia, la autosuficiencia. Lo importante es dejar a un lado lo que estorba, acoger la Palabra, experimentar la fuerza de su amor en su mirada, y caminar detrás de Él, no importa que no sepamos la ruta, que no esté trazado el camino. Él es el camino, la verdad y la vida, y donde Él vaya hallaremos vida, y la hallaremos en abundancia.



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