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Navidad

2 Samuel 6; Lucas 2,1-20

Hoy celebramos el misterio que, en la tradición católica, contemplamos en el tercero de los misterios gozosos del rosario a la Virgen María; y en el segundo de los siete Dolores y Gozos del señor san José: el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, y virginal hijo de María y de José. Al término del rosario invocamos a María de muchas maneras, con tantos títulos como la luz de la fe y el cariño del corazón son capaces de imaginar. Entre ellos, “Madre de Dios”, “Reina del cielo”, “Trono de la Sabiduría”. También existen las letanías a san José. En ellas lo recordamos como “varón justo”, “hombre silencioso”, y también “terror de los demonios”. Al final de cada invocación, tanto a la Virgen María como a san José, contestamos: “ruega por nosotros”.

Esta noche pienso en dos de estas invocaciones, una de María y una de José: “Arca de la nueva Alianza”, e “ilustre descendiente de David”. Pienso en el lejano día en que, tras establecer en Jerusalén la capital de su reino, David trasladó el arca de la alianza de la casa de Abinadab, en una colina fuera de la ciudad. Se reunieron treinta mil hombres con David, para traer el Arca de Dios, el Arca de la Alianza. David venía al frente del cortejo con danzas y cantos, venía alegre, con mucho entusiasmo. El arca significaba la presencia del Señor. En el camino, un hombre se atrevió a tocar el arca, y murió ahí mismo. David se afligió, y no quiso ya llevar el Arca a su casa, sino que la llevó a la casa de Obededón, y ahí estuvo tres meses, y el Señor bendijo a Obededón y a su familia. Entonces David se enteró, y fue por el Arca, para traerla a su ciudad, nuevamente con danzas y gritos de júbilo. Fue entonces que David decidió construir un Templo para el Señor, para que el arca no habitara más en una tienda de campaña. Y fue entonces que el Señor, por medio del profeta Natán, prometió a David consolidar su trono eternamente para uno de sus descendientes.

 
Por haber llevado en su vientre a Jesús, con quien Dios selló con su Pueblo una Alianza nueva y eterna, la Iglesia conoce a María como “Arca de la nueva Alianza”.  La Escritura conserva para nosotros el dato de que José era descendiente directo del Rey David y, por lo tanto, también su hijo, Jesús, aunque no haya sido un hijo biológico, pero sí reconocido como tal. Esta noche viene a mi mente el recuerdo del nacimiento de Marco, mi hermano. Cuando nació mi papá bailó de gozo con mi abuelita materna toda la noche, por el júbilo del hijo recién nacido. Mi mamá, convaleciente como estaba, se conformó con ser testigo de la danza de la vida. Así me imagino la navidad.

Imagino a José, el ilustre descendiente de David, bailando de gusto no sé si con alguna partera, o alguna mujer de su familia, o él solo, con su niño en brazos, bailando la alegre danza de la vida en la fiesta de los pobres. Recuerdo una escena de Titanic, la película, en la que Rose está en la fiesta de los ricos, arriba, aburrida, cuidando las formas, bailando la música que tocan otros; y Jack, abajo, con los pobres, alegre al borde del grito y de la carcajada, haciendo sonar sus instrumentos y con sus tarros en la mano. Imagino a María, Arca de la Alianza, dejándose conducir por su marido, no angustiados por la falta de hospedaje, sino ilusionados, aventurando en su fantasía el futuro de su hijo, soñándolo grande, trabajador, buen vecino y buen hermano. Quizá soñaran un futuro de hijos y nietos, sin saber que el niño que nacería, el Príncipe de la Paz, renunciaría al amor exclusivo de una mujer para abrirse a un amor de fraternidad tan grande como la humanidad misma.

Un día, vestida y bien peinada con toda propiedad para celebrar la Navidad, Mafalda dirigía el coro de sus amigos; cantaban “¡noche de paz, noche de amor!”; de pronto Mafalda, dio algunos golpes al atril con su batuta y se disculpó por la interrupción: “Perdón”, dijo, “pero me gustaría saber si se entendió bien la letra”. Espero que en esta noche se entienda bien qué es la navidad. Espero que no sea un pino de luces y de esferas, o una cena en la que nos damos abrazos y regalos de compromiso. Espero que se entienda que la navidad no es ni siquiera sólo una fecha importante. La navidad es Jesús, la Nueva Alianza, el descendiente de David.

La Navidad es Jesús, el Príncipe de la Paz. Jesús es la vida que late y crece en el vientre de María; la Navidad es este Dios humanado, que no sólo se deja tocar, sino que toca él mismo a los leprosos y a las prostitutas con tanto cariño y tanto respeto que en sus manos percibimos la ternura de Dios. La Navidad es Jesús, que viene desde la eternidad, cuya puerta ha abierto para nosotros, para que nuestra frágil vida, como la suya en la noche de Belén sea tan plena como la suya, frente al sepulcro vacío. La Navidad es Jesús, el Dios con nosotros. Por eso y desde entonces, la humanidad es divina. Por eso a Jesús lo hacemos presente en el recuerdo de sus palabras y en la continuación de sus gestos. Pero también en cada acto de auténtica y noble humanidad, desde el beso de los novios, el brindis de los amigos, el abrazo de los que se reencuentran, la memoria de los que no se venden al olvido, el silencio de los que no humillan, el grito de los niños cuando juegan, la risa de los ancianos que se despiden en paz de este mundo dando la bendición a los suyos, la rebeldía frente que sentimos cuando la violencia y la injusticia nos muerden el corazón. Esto es la Navidad.

Ahora no quiero pensar en las posadas llenas de Belén; no quiero pensar en los que rechazan a José y a María, y en ellos a Jesús. Ahora quiero pensar en los que sí lo reciben, y con él a sus padres. Porque esto, recibir a Jesús y a sus padres, esto sí es la Navidad. Ahora no quiero pensar en los que se obstinan en vivir en tiniebla y sombra de muerte, ahora quiero pensar en la luz que brilla sobre las tinieblas, en la tibieza de esta luz, que da vida al corazón y a la mirada, en los que bailan y cantan de júbilo porque Dios está con nosotros. Cuando así vivimos, sucede la Navidad, el nacimiento de Él, el Emmanuel, el hijo de María, Arca de la nueva Alianza, el Mesías esperado, hijo del ilustre descendiente de David. José y María, virginales Padres de Jesús, rueguen por nosotros. Alianza eterna del Padre, Dios y hombre verdadero, Jesús, Rey y Señor, Príncipe de la Paz, Luz que brillas en las tinieblas, ruega por nosotros.



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